09.09.2015
No había quedado nada. Y había quedado todo.
Jalowka (pronunciado Iavufka), es un pueblo pequeño más tirando a aldea que, como muchos territorios de Europa Central y del Este, estuvo de un lado y del otro de diversas fronteras. Hoy, está en Polonia cerca de la frontera con Bielorrusia. De Jalowka vinieron mis abuelos paternos hace ya casi cien años. En esta aldea pequeña, aproximadamente el 50% de la población era judío, entre ellos mis nonos. En la Primera Guerra, tanto alemanes como rusos tuvieron la gentileza de pasar y ocupar, y hete aquí que ni tanto pasaban ni tan gentiles eran. Ergo, mis abuelos, como muchos otros, optaron por decir “shalom, do widzenia” – que significa me tomo el olivo, y se tomaron un barco a un desconocido país llamado Argentina.
La mayoría de la familia, en realidad, migró a otra tierra que se decía de oportunidades: Estados Unidos. Cuenta la leyenda que mi abuelo no llegaba con la guita para pagar el boleto a los Esteits, y como no quería pedir plata prestada optó por estos lares. Acá llegó con su mujer y su hijo. En Jalowka, mi abuelo había sido carpintero, acá por alguna razón jamás ejerció su oficio y con mi abuela abrieron un almacén en el barrio de Villa Crespo (Villa Kreplaj para los amigos), donde nació y se crió mi tátele. Barrio de conventillos y casas chorizo por aquel entonces, tanguero y de inmigrantes, de pibes jugando al fútbol en la calle y de una especie extinta que era “el vigilante de la esquina”, que bien podía ser un amigo o flor de garca.
En Jalowka quedó un resabio de la población judía, que fue expulsada durante la Segunda Guerra, cuando no terminó en Treblinka, uno de los muy amables campos de concentración que habían armado estos tipejos que saludaban con la manito levantada y respondían a las órdenes del petiso de bigotito simpático que gritaba mucho (el tipo gritaba, no el bigotito). Así, cantando felizmente decidieron proceder a una reestructuración del pueblo: la sinagoga, el cementerio judío, las casas de los judíos, quedaban feo. Pumba. La casa de mi abuela les debe haber costado un poco más porque era la primera de la aldea hecha de ladrillo (las demás eran de madera).
Una prima de mi viejo, que había nacido en Jalowka, visitó la aldea en la época de la Guerra Fría. S ya era ciudadana estadounidense, así que visitar un pueblo ubicado detrás de la Cortina de Hierro implicó un trámite. Llegó con su marido hasta Bialystok (la ciudad cercana a Jalowka), contrataron un chofer y fueron hasta el pueblo. En una carta de aquella época, S describe como la gente de Jalowka, cuando la reconocía, cruzaba de vereda. ¿Discriminación? ¿Culpa? Vaya uno a saber. S buscó su casa, sus huellas. No encontró nada. Nada de nada. Era como si nunca hubieran estado ahí. No lo toleró más y le pidió al chofer regresar a la ciudad. La visita había durado menos de una hora.
Otros parientes (también de la rama estadounidense) fueron, trayendo reportes similares. ¿Para qué ir entonces? Qui lo sa? Quien escribe estas líneas, no exento de dudas, tenía una sola percepción: tengo que ir.
De Praga tomé un micro a Bialystok. Trece horas de viaje después, bajé medio boleado en la estación, donde me esperaba el dueño de la habitación donde iba a parar en Bialystok. Me ayudó a comprar el pasaje para Jalowka (llegué 9:20am, el micro a Jalowka salía 10:20), me llevó al hotel para que pudiera dejar la mochila, y me retornó velozmente a la terminal. Comenzó a chispear, después a llover con más ganas. Llegó el bus.
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Apróximadamente una hora y media luego de poner pie en ese colectivo medio lechero que iba por todos los pueblitos aledaños, llegué a Jalowka. Recorrí, caminé, me senté, me paré, saqué fotos. Efectivamente: si había vivido una comunidad judía ahí alguna vez, nadie podía adivinarlo. El pueblo seguía siendo ínfimo, probablemente hasta manteniendo una conformación muy similar a la de hace cien años. Un radio de apróx. cinco cuadras por dimensiones; la mayoría de las casas son sencillas, de madera. Sin embargo… a veces sin embargo, como no obstante, traen algo lindo, como una suerte de resistencia al pesimismo. Es como, todo parece una mierda, y sin embargo… Porque ahí está la paradoja, y las paradojas pueden ser cosas maravillosas. Los árboles que rodean Jalowka son más viejos que cien años, y la tierra se sigue trabajando como se debe haber trabajado en aquel momento, y la mayoría de las casas se siguen haciendo como antaño. Entonces, por esas cualidades cualifrajilísticamente increíbles que puede tener ese bicho extraño llamado imaginación, como si fuera una especie de realidad virtual, pude reconstruir en fragmentos, en velos, cómo podría haber sido la vida de mis abuelos.
Encontré, por decirlo así, mis raíces no en los objetos humanos que ya no estaban, sino en la tierra misma (y comentando esto fue que me enteré que mi abuela recordaba con cariño y siempre había añorado su terruño, aunque nunca volvió).
Después de un par de horas, se empezó a nublar. Volví a la pequeña plaza principal, en un almacén compré queso, papas fritas y un helado de postre. Almorcé frugalmente en un banco de la plaza. Se levantó un viento fuerte. Al rato subí al micro para retornar.
Atravesé medio planeta para una visita express y, sin embargo, me fui lleno, con piezas nuevas para mi rompecabezas que no sabía si podría encontrar.