Nubes de madrugada

05.11.2015

Es de madrugada. No sé bien qué día es, o qué noche. Estoy laburando en casa y veo que Luciano sube a Facebook fotos del montaje de La Nube, de Mireya Baglietto. Esa noche, esa que ya no sé cuál es, el montaje termina a las 5 de la mañana. De hecho, en todo el mes no hay minuto del día donde Luciano no esté subiendo fotos de algo que se está haciendo en el Galpón. En el Galpón Piedrabuenarte, como en La Nube, no hay arriba o abajo, ni tiempo. Simplemente, todo sucede.

Es una tarde de un día de semana y me encuentro con Pablo Foladori en Varela Varelita, el mítico café de Paraguay y Charcas. Tiene pinta de cansado. Está cansado. Pablo piensa (no me lo dice ese día, me lo va a decir más adelante) que el sábado 31 va a poder dormir una siesta antes de la función de Bastián y Bastiana. Lo que Pablo todavía no sabe es que van a tener que ajustar cosas hasta último momento y que la siesta quedará en el olvido.

Pablo, como pareciera ser el caso de todo aquel que cae en Piedrabuenarte, tiene hormigas en el culo. Necesita estar siempre en movimiento, probando cosas. 

Compañía Itinerante de Danza Contemporánea. Foto: Braude
Como cantante y fuera del canto intentó más de una vez la enseñanza formal. No hubo caso, lo suyo va por otro lado. Lo estático, lo que busca transmitirse como tallado en piedra le da algo cercano a la claustrofobia.

Con la ópera le ocurre algo de eso. Pablo busca sacar al género de la percepción de que es sólo para una elite. Así es como se juntó con cantantes y músicos jóvenes dispuestos a probar escenarios nuevos.

La noche del 31, cuando bajo del colectivo sobre la avenida Piedrabuena, desde la calle se escucha la música dirigida por Renzo y la voz de Julieta en lo que es un último ensayo ya con el público dentro del Galpón. Pablo, inquieto, va de aquí para allá, conversa con familiares, amigos, colegas. Un rato más tarde, unas doscientas personas van a ser espectadores de un espectáculo de ópera en su alemán original (con subtítulos). Los pendejos van a ser los más curiosos, varios de ellos sentados en el suelo, delante primera fila.

Salimos de Varela Varelita, las reuniones, los laburos, deben seguir. Quedo en pasarle unos datos a Pablo y hablamos de volver sobre algunos temas de interés mutuo más adelante. 

Un día después – ¿o son dos días después? – me voy al estudio de Mireya Baglietto en Constitución. Es de mañana, hora pico, un tráfico del demonio. Entrar al estudio de Mireya es entrar a un universo alterno.

 El año pasado un tema de salud la tuvo un poco a maltraer. Mireya todavía renguea un tanto, lo que lejos está de detenerla. Caminamos hacia la cocina para preparar un mate acompañados por Reina, su gata. Me siento y en cuestión de segundos tengo a Reina a upa, ronroneando. Mireya termina de preparar el mate y salimos de la cocina. Antes de volver a sentarnos, me entrega un espejo. Me indica que ubique el espejo cerca de mi rostro y que camine sólo mirando el espejo, que recorra libremente el lugar. Como con Piedrabuenarte, en el arte de Mireya desaparecen el arriba y el abajo, el adelante y el atrás, lo profundo y la superficie, tal como los conocemos.

El barrio y el Galpón de Piedrabuenarte. Foto: Diego Braude

    <p>Reina, eventualmente, se las toma y nos deja solos hablando. Mireya recuerda que casi enloquece hace unos treinta años. Luego de casi dos décadas dedicadas a la cerámica, decidió que necesitaba encontrar otro camino. Se dio cuenta que el asunto venía por transformar el espacio, pero ¿cómo? Experimentó y experimentó, y luego experimentó otro poco más. Su búsqueda la absorbió; la ruptura con la noción de espacio significaba (significa) una ruptura personal también. Cierto día pasó un amigo a visitarla y ella sólo pudo balbucear sonidos.

Así llegó, eventualmente, a lo que denominó arte núbico y exhibió sus instalaciones (instalaciones que son, también, un poco intervenciones), nubes de formas abstractas en las que uno entra acompañado de un espejo por el que mira. No es atravesar el espejo, es otra cosa. Es caminar mirando un reflejo y sentir, en el cuerpo, que acabás de atravesar una superficie vaporosa. Pero tampoco es sólo eso, o tampoco es eso. Porque, el problema con el arte núbico es que no es posible ponerlo en palabras.

Durante treinta años, Mireya llevó su trabajo a distintos espacios artísticos, desde centros culturales a bienales internacionales y un largo etc. Pero nunca nada como el Galpón. Y ahora que llegó al Galpón, intuye que el camino va por ahí.

Es sábado 31 por la tarde y estoy dando un tour cultural por la zona sur de la ciudad. Aprovecho y llevo a la gente a que conozca Piedrabuenarte. Nadie conocía su existencia, nadie había pisado jamás Piedrabuena (una vez me tocó un chofer que me decía “a Piedrabuena no entro ni loco”). Están todos trabajando, finalizando los diferentes montajes. Luciano nos recibe, mis pasajeros (casi todos porteños) se van con él. En otra ocasión también llevé un grupo y una señora, hete aquí, había vivido en Piedrabuena. La señora se emocionaba al ver los murales en las paredes del barrio.

Instalación La Nube de Mireya Baglietto. Foto:D. Braude

    <p>Escribo casi como corriendo una carrera, porque se me agolpan a la puerta las imágenes, las palabras, las sensaciones. Ahora es sábado 31 por la noche, la Nube de Mireya está invadida de músicas y sonidos a su alrededor que no estaban calculados en la obra original. No puedo dejar de pensar que era imposible que ocurriera de otra manera.

Piedrabuenarte es, en algún punto, el lugar que desafía todo lo que se suponía. Diez años atrás, en el baldío que rodeaba al Galpón había pibes drogándose. Hoy, están jugando al fútbol en la canchita de afuera y adentro suena ópera en alemán, Mireya expone su Nube, el artista paraguayo Enrique Espínola monta una obra en la que denuncia el trabajo en talleres clandestinos, Pepi cuelga cuadros de su autoría, la Compañía Itinerante de danza hace su presentación, el gato gris aún sin nombre recorre intrigado y público del barrio, de otras partes de la ciudad y de fuera del país transita las operísticas dimensiones de Piedrabuenarte. 

Sólo seis años atrás, el barrio defendió – literalmente – a los tiros los terrenos del Galpón durante un intento de toma. Hoy, después de negociar otros tantos años con el gobierno de la ciudad, Piedrabuenarte está rodeado por un polo educativo. En ese sentido, es un proyecto cultural que consigue cosas para el barrio y, entonces, hay quienes preguntan si tiran para algún partido político y otros les dicen que se mantengan limpios, que no se metan en política o se alejen de prácticas punteriles. El asunto no es ajeno a las preguntas que se hacen a sí mismos en el Galpón y Luciano responde, como siempre sea en vivo o en las redes sociales, con una risotada: ellos son Piedrabuenarte, nada más (ni nada menos).

Mariángeles y Mariana -que también son parte de la organización- no paran en toda la noche, como no pararon desde que empezó la cuenta regresiva para el 31. Si hay que subirse al techo, se suben al techo. Si es cargar equipos, se cargan. Si es coordinar a la gente que ha venido a colaborar con los preparativos, lo mismo. La noche del 31, además de eso, están registrando todo lo que ocurre en fotos o video. Son fieles al estilo de Piedrabuenarte y curten el don de la omnipresencia. Lo que no existe, se crea; lo que no se sabe, se aprende haciendo.

La ópera Bastián y Bastiana. Foto: Diego Braude

    <p>La noche avanza. Por colgado, salí sin guita de casa. En el bar que se armó dentro del Galpón para la ocasión me gasto, no miento, los últimos pesos que tengo en la billetera en una 7Up y dos empanadas. Mireya, a mi lado, decide acompañar sus dos empanadas con una cerveza. La acompaño unos pasos, hasta que se cruza con una chica del público que le quiere hacer unas preguntas. Sigo viaje. Hablo con Gian Paolo, el fotógrafo y cineasta suizo que hiciera un documental sobre los chicos (ya no tan chicos) hace diez años y que, desde entonces, ha estado ligado a la vida de Piedrabuenarte. Hablo con Pepi, con Luciano, con Renzo, con Julieta, con Gastón (Efficace, el barítono). Luciano y Pepi se turnan el rol de pregonero con un megáfono, anunciando el evento siguiente y convocando a la gente.

La noche avanza otro poco. Pasa la Compañía Itinerante. Pasa la ópera. Pablo vuelve a respirar – o eso me parece – y saluda junto al elenco. Juntos cantan, con el acompañamiento del acordeonista Olivier Forel, El día que me quieras en tono lírico.

El tiempo se va ordenando, al menos para mí. Mis propias semanas agitadas me están pasando factura y me cae el cansancio encima. En Piedrabuenarte todavía falta, y la noche del 31 es apenas un nuevo comienzo. 

Aprovecho que los muchachos de la ópera están con un micro que los lleva de nuevo para el centro. Son las once de la noche, más-o-menos-creo, probablemente es un poco más tarde. Me pierdo la actuación de Valentina Cooke – Valentina es otra fija del Galpón -, que al momento de mi partida está a minutos de cantar.

Despidiéndome, me cruzo con una amiga. Me dice algo absolutamente sencillo, de esas cosas que no significarían mucho dichas en otro contexto: Estábamos en San Telmo en una muestra y dijimos ‘Vamos, a ver qué onda’.

 

 

Leé las crónicas completas sobre Piedrabuenarte

De fuegos, huracanes y sueños

La lluvia y la bailarina

 

 

 

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