02.12.2015
Al igual que en la inmortal obra de Franz Kafka, la cabeza del poder político en la Argentina amaneció convertida, luego del largo sueño de la “década ganada”, en una especie de misteriosa fisonomía. Ante nosotros empieza a asomar el legado político y cultural del kirchnerismo. Es tan profunda la huella que el grupo en salida ha dejado en la política nacional de los últimos doce años, que resulta una tarea tan ambiciosa como compleja desatar los infinitos nudos e interrogantes en la nueva coyuntura.
Será una misión de los tiempos por venir debatir en torno a una experiencia política cuyo ocaso materializa de manera inequívoca los límites de su propia naturaleza. Esto es: los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner no fueron más que la expresión institucional y simbólica de la salida al estallido de diciembre de 2001. La canalización posible que en ese momento encontró el bloque de poder.
Pues desde un comienzo, entonces, la circunscripción última del kirchnerismo estaba previamente delimitada. Sus estrategas, estudiosos de las características del final de la Alianza, desde siempre supieron cómo abordar dicha crisis -que aún hoy se muestra sin resolución en varios de sus aspectos.
Saqueos en 2001. Foto: Google Images
El nuevo Presidente de la Nación y su plataforma política original (PRO) son una resultante de 2001 y de la crisis de partidos que allí se exteriorizó. A punto de calzarse la banda presidencial podemos arriesgar que Mauricio Macri y su club han re-leído aquella experiencia de principios de siglo e intentarán cerrarla definitivamente.
Hoy “Cambiemos” se presenta ante la sociedad como una alternativa política de nuevo tipo. Evidentemente el contraste sustancial es edificado a partir de la larga experiencia kirchnerista. “Una nueva forma de gobernar”, dicen, es lo que le espera a la Argentina. Con un paradigma de dirección donde se amalgama el Management empresarial, lógicas estéticas y comunicacionales innovadoras para la política doméstica y un fino trabajo para depurar referentes de otras (viejas) épocas, el macrismo prepara su desembarco en la escena nacional.
En principio Mauricio Macri y Gabriela Michetti no asumen con el oxigeno que muchos previeron. Encuestólogos y operadores de diverso pelaje se deslomaron por tratar de instalar, en la semana previa al balotaje, que Daniel Scioli y Carlos Zannini serían derrotados por una diferencia de diez puntos para arriba. No sólo dicho pronóstico fracasó, sino que además por la propia lógica de la segunda vuelta (donde un voto vale por dos), la fórmula del Frente para la Victoria quedó a escasísimos 350.000 sufragios del Sillón de Rivadavia.
El presidente electo festejando su triunfo. Fotot: Google Images
Qué votó la ciudadanía que halló en Macri la mejor vía de alternancia es materia de profundo debate. La componente política-actitudinal del éxito amarillo ofrece hoy el enigma electoral más importante. Pues dentro del voto al todavía jefe de Gobierno porteño se abrazan sectores de diversas procedencias e ideologías. Y hay capital “prestado”, sin dudas. Pero se encuentran, fundamentalmente, franjas de la sociedad cuyas expectativas colocan a Macri ante una situación que lo obligará a caminar con pie de plomo a la hora de tomar decisiones, aplicar medidas y, fundamentalmente, comunicarlas.
Del lado de la escudería vencida, la columna vertebral del kirchnerismo, el peronismo, difícilmente ofrezca una página tan controvertida en el plano electoral como la que acaba de dejar escrita pocas horas atrás. El candidato del modelo fue sometido a una crisis interna en su campaña, producto de varios comandos paralelos y de una lectura tan fantasiosa como arriesgada, por parte de Cristina Kirchner y La Cámpora, de creer que sería posible administrar los daños propinados al candidato, sólo para golpear al mismo y salvar las bases del proyecto, en su aspecto más fundamentalista. Se jugó a la derrota del sciolismo, vía Aníbal Fernández y los puristas, y jamás se entendió lo complejo del riesgo que hoy paga el Partido Justicialista en su totalidad.
A. Fernández en un acto. Foto: Google Images
En el plano político, el autodenominado proyecto nacional y popular le deja a la trenza Macri-Vidal-Larreta el control político de la Nación y de los distritos más determinantes. Pocas veces el peronismo fue tan generoso con la “oligarquía”. En lo económico-social, la construcción de legitimidad apoyada sobre las grandes franjas de capas medias del país (eso fue el kirchnerismo), terminó de consolidar una suerte de populismo clasemediero de difícil superación y que hoy optó por Macri. Lo anterior, al decir de la socióloga Maristella Svampa, no significa que las clases populares estuvieron ausentes durante el kirchnerismo. Siempre lo hicieron bajo la lógica de la asistencia y precarización.
No es una casualidad. En la vida nacional de nuestro país los hechos están dramáticamente encadenados. Lo paradójico es que un grupo político que durante años se presentó como la vanguardia de una transformación social y cultural en un país que había ingresado al siglo XXI con Estado de sitio, desocupación, pobreza y represión en las calles; concluya su ciclo habiendo abierto las puertas al siempre señalado y demonizado Mauricio Macri.
Como una suerte de Frankenstein, aquel experimento cobró vida. A partir de este personaje, el oficialismo buscó legitimar su antinomia amigo-enemigo. La tierra fértil sobre la que se desarrolló el anti-kirchnerismo fueron los años donde un modelo económico y social perverso en varios aspectos terminó de fulminar las expectativas a largo plazo, castigándolas, y provocando la fiebre cortoplacista y consumista de vastos sectores sociales, incluso de manera transversal, que acentuó una aguda despolitización, potenció el individualismo y sembró de conformismo a una sociedad aturdida y por momentos esquizofrénica. A pocas días del traspaso de bastón presidencial en nuestro país, no sólo los sectores conservadores locales, sino de la región entera, podrían leer la llegada de Macri a la Casa Rosada como la cosecha más genuina de los que alguna vez soñaron ir por todo.