02.12.2015
Por Macarena Gagliardi Cordiviola
El 3 de diciembre se cumplen seis meses de #NiUNaMenos, la marcha que movilizó miles de personas de diferentes estratos sociales, profesiones, hombres y mujeres y sobre todo mucha juventud diciendo NO a la violencia de género en todo el país.
Seis meses después de #NiUnaMenos, el gobierno electo nombró al frente del Consejo Nacional de la Mujer a Fabiana Tuñez, quien desde 2008 lleva el único registro de las mujeres asesinadas cuyos casos encuentra en los diarios y agencias del país. Tuñez es miembro de la Casa del Encuentro y del Observatorio de Femicidios -ONG a través de la que se conocen las cifras: 1800 mujeres fueron matadas entre 2008 y 2014. Es decir, cada 34 horas en Argentina muere una mujer en manos de un hombre.
Hace seis meses lanzamos Pucheronews cubriendo la convocatorio de #NiUnaMenos y, en este doble aniversario, elegimos publicar un especial sobre la violencia de género. Te dejamos la crónica de Macarena Gagliardi Cordiviola sobre su encuentro con Gabriela, una víctima de violencia que terminó presa.
“Estoy acá por hacerme la dura, por no hablar, por vergüenza”
El 22 de octubre de 2010 Gabriela salió de trabajar en la Comisaría 15. Tomó el tren y pasó a buscar a su sobrino como cada viernes por la casa de su hermana, donde su novio Ariel la esperaba con el auto. Ellos noviaban hacía un tiempo. Él era un pibe del barrio, futbolista, siete años más chico, divorciado, con una nena. Su familia lo adoraba. Pero Gabriela y Ariel peleaban a los gritos y a los golpes todos los días. Ella se preguntaba “cuándo se iba a terminar, en qué momento algo iba a hacer click” en su cabeza o en la de él.
Gabriela. Foto: Macarena Gagliardi Cordiviola
Aquel viernes 22 de octubre, una semana antes de cumplir treinta y seis, Gabriela vio a una chica parada en la esquina cuando estaban llegando a su casa; no era conocida del barrio. Ariel también la vio; incómodo volanteó por darse vuelta. Gabriela sospechó.
Comenzaron a pelear, se encerraron en el cuarto una vez más para que no los oyeran -vivían con los papás de ella y además estaba su sobrino. Ariel la sentó de un cachetazo en la cama. Ella se levantó, devolvió el golpe. “Yo le hacía frente, ese era mi error”, dice Gabriela mientras llora. Él se enfureció, la tiró sobre la cama con todo el peso de su cuerpo de un metro noventa; rodilla en la boca del estómago, las manos al cuello y empezó a ahorcarla. Ella desesperó, lo agarró de los pelos, le rasguño la cara y en una maniobra sacó el arma que portaba en la cintura porque era una mujer-policía. Trató de asustarlo. “Yo quería que me soltara y fue todo lo contrario, me enfrentó, forcejeamos”, acota la entrevistada. “Caímos de la cama. Él no soltaba el arma, quería sacármela… A lo mejor para matarme”.
Gabriela no escuchó el disparo pero recuerda el movimiento del pelo cuando ingresó la bala, como si un soplo hiciera volar un mechón. “Puff, puff es el sonido que escuché y su pelo hizo así”, hace la mímica mientras relata.
Después, vinieron las pintadas de Mujer-Asesina en la casa, los escraches y los medios de comunicación. Su ex cuñada y veinte personas más ataron a sus padres para saquear el hogar; los vecinos levantaron firmas para que no le dieran el beneficio de arresto domiciliario recibido a los cuatro meses de su detención. Además le aplicaron el agravante por ser funcionaria pública: a los ocho años de condena por homicidio simple, le agregaron cuatro. “Me condenó el uniforme”, afirma. “Los medios no decían ‘crimen pasional’ o ‘en defensa propia’, decían: mujer policía mató a su pareja”.
Con la voz quebrada, Gabriela agrega: “Estamos acostumbrados a que tienen que morir las mujeres. Que la mujer muera y el hombre vaya preso. O sea, yo tenía que morir para ser buena persona. Me equivoqué”.
Lavalle y Florida. Foto: Gert De Saedeleer
“Marcaba tarjeta las 24 hs.”
Gabriela y Ariel se habían conocido mucho antes, cuando él se mudó al barrio. Salieron un tiempo pero Gabriela estaba en otra; era más grande, trabajaba, tenía su auto, no le pedía permiso a nadie para salir, le encantaba ir a bailar con sus amigas y le gustaba un compañero de la academia de suboficiales, así que cortó la relación. Ariel se fue a Chile a jugar al fútbol, pero la llamaba por teléfono con frecuencia hasta que ella cambió de número.
En el 2008, cree la protagonista, Ariel volvió. Ella no estaba enterada. Un día un auto de vidrios polarizados empezó a rondar por su casa; pasaba lento, se detenía en la esquina cuando ella saludaba algún amigo en la puerta a altas horas de la madrugada.
Una noche encontró a Ariel en una disco. Algo pasó: estaba más grande, se removieron cosas, intercambiaron teléfonos, la invitó a salir. Cuando fue a buscarla en su auto, Gabriela se dio cuenta que era el mismo que merodeaba la cuadra. Ninguno de los dos dijo nada.
En 2009 se fueron de vacaciones a San Bernardo y al volver, él “con su mudita” se quedó a vivir en el cuarto de Gabriela. De inmediato Ariel la empezó a llevar a su trabajo y también la buscaba todos los días. Ella lo vio como un gesto amoroso, protector.
Tren Retiro – José León Suárez. Foto: Gagliardi Cordiviola
De a poco empezó a aislarla de sus amigas y aumentó los controles: varios llamados por día para ver dónde estaba, sacar boleto del tren para chequear la hora en que viajaba, insistir para que renunciara a ese trabajo masculino, que fuese a gimnasios sólo de mujeres. De las pocas veces que salieron a bailar, en una oportunidad Ariel se agarró a trompadas con un flaco que supuestamente miraba a Gabriela desde la barra y ella, “la muy puta”, le devolvía los ojitos. Otra noche, la sacó a patadas del boliche. “¿Vos podés creer que nadie se metió?”, interpela mi entrevistada.
Algunas amigas la reclamaban, una jefa le decía que se iba a enfermar, un jefe le comentó sobre un golpe que tenía en la cara, los padres intervenían, pero era algo normal para ella. “No sé por qué, era normal. Lo peor de todo es que vos también adoptás esas actitudes”. Me cuenta que ya después se controlaban mutuamente; si ella no trabajaba lo buscaba a él con el auto, se celaban. Los gritos y los golpes mutuos eran cotidianos. Él pegaba en lugares no visibles, ella sobre la cara.
Sin embargo, callaba. Gabriela había sufrido acoso por parte de un comisario y había trabajado en la seccional 17 donde se encontraba el Departamento de Violencia Familiar – antes de que se creara la Comisaría de la Mujer. “Estaba familiarizada con estas denuncias”, dice y luego de un silencio agrega: “Pero confundía el amor con que me cuidara y me celara. Lo justificaba y hasta me sentía culpable”.
“Me quiero ir mentalmente sana”
Gabriela es una mujer atractiva, de cabello oscuro y largo, viste bien. Tiene modales suaves, es educada y frontal.
Nuestro encuentro fue un viernes soleado a finales de octubre de este año. La interna suele recibir periodistas ya que es famosa por hacer hostias que una vez envió al Papa junto con una carta, y Francisco le respondió. Pero mi interés residía en su historia: no sólo había sido una mujer golpeada que pasaba por el trauma de haber matado a su pareja, sino que además sufría el maltrato de internas y guardias por ser ex policía.
El viernes 30 de octubre a las 10 de la mañana salí rumbo a la Unidad 47 de San Martín. Antes, agarré unas galletas de almendras para compartir con mi entrevistada durante el mate. Ese viernes era su cumpleaños número 41; acaban de pasar cinco años de su condena de doce según me informó la alcaldesa de turno del sector femenino. “Me la llevaría a mi casa si pudiera”, comentó la agente mostrando el aprecio que sentía por Gabriela. “Es alguien especial, vas a ver”.
Unidad Penitenciaria 47, San Martín. Foto: Macarena Gagliardi Cordiviola
Me hicieron pasar a una habitación minúscula pintada de blanco y rosa por la propia Gabriela. Allí funciona el taller de hostias. “Es un lugar santo. Entre tanta oscuridad, acá tengo mis cosas”, declaró a este medio la entrevistada. Llegué a visitarla a las 11.20 de la mañana y me fui a las 16 horas. Fue una tarde conmovedora entre mates, conversar de la familia, el rol de la mujer, los prejuicios sociales, las dificultades de la vida.
Gabriela, apenas recibió sentencia, pasó un año en un calabozo de comisaría. Ella creía que sus compañeros policías le hacían un bien demorando el traslado. Pero no era cierto, Gabriela no vio nunca la luz del día durante ese año. Finalmente, la llevaron a la Unidad 51 de Magdalena, en medio del campo. Ahí una interna antigua la amadrinó y le enseñó a manejarse: no llorar en público, no mostrar debilidad, no usar cosas de marca, cuidarse la cara para que no se la corten, vestirse con equipo deportivos. “Yo no usaba zapatillas antes, pero acá tengo seis pares”, comentó a modo de ejemplo. Además de los códigos de vestimenta, está el vocabulario carcelario: paria, portate bien, re cheto mal, un berretín son algunas de las palabras que debió adoptar. “Físicamente soy parte de esto, tuve que incorporar léxico, códigos, hasta costumbres para poder vivir. Pero no me las llevo a mi vida, al afuera”, declaró con los ojos llenos de lágrimas.
Gabriela pidió el traslado por cercanía familiar a la cárcel de San Martín. Desde entonces sufre ataques de pánico: “Acá todo lo que se ve es paredón, paredón, paredón. Pensé que me iba a volver loca.”
Era fácil estar del otro lado y ahora le tocaba en carne propia vivir la reclusión. En la entrevista comentó sentirse agradecida por no haber perdido su condición humana cuando trataba con presas y nunca haberles faltado el respeto. “Ahora me pongo a pensar en las pibas que estaban detenidas y se encontraban con algunas colegas que eran unas mierdas y les negaban un vaso de agua, y entiendo como se pueden haber sentido porque me han negado un montón de cosas acá”.
Pabellón femenino, Unidad 47. Foto: Gagliardi Cordiviola
“Al principio me costó mucho no ser la distinta, la etiquetada”, confesó. Las otras reclusas la escuchaban hablar y la confundían con la psicóloga o la nutricionista. Algunas fueron atando cabos por el buen trato que recibía hasta que una guardia les confirmó que era ex agente de las fuerzas de seguridad. “Me daban miedo sus caras”, recordó. Tuvieron que sacarla del pabellón y pasó un tiempo en los buzones -celdas de castigo- para que su vida no corriera riesgo.
En la cárcel dicen que sobra el tiempo pero a ella no le alcanza porque lo ocupa en cosas que la hacen sentir afuera. Así empezó con el taller de hostias y el estudio. Gabriela cursa de lunes a jueves de 9:30 a 17:30 horas para recibirse de trabajadora social. “Me quiero ir mentalmente sana”, pero aclaró de inmediato que no es fácil. “Porque acá te enojás, te desenojás; está más potenciado el sentimiento y te ponés a pensar…”
- ¿Cómo te imaginás en el futuro?
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Me imagino haciendo lo que hice siempre: trabajar. Me veo disfrutando con mis viejos. Quiero de alguna manera recuperar a la Gabriela de antes de volver con Ariel.
Nuevamente se quebró: “Es feo lo que te voy a decir. Una compañera que está hace mucho en el pabellón me dijo que ya no era la misma, que estoy muy amargada, que no sonrio”.
- ¿Te da miedo la reinserción social?
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No. Lo que me da temor es enfrentar la realidad. Porque todavía me falta enfrentar un montón de cosas. Fue muy duro la primera vez que volví a mi casa donde sucedió todo. (Gabriela tiene salidas extraordinarias de dos horas al mes para ver a su padre que no puede caminar). Me falta hacer el duelo que nunca tuve, ir al cementerio –su voz traslucía angustia. También tengo que enfrentar que yo soy agresiva. Lo tengo incorporado: si me agreden, me defiendo. No sé mediar ante un agresor.
La palabra ‘culpa’ apareció una y otra vez en boca de Gabriela durante nuestra entrevista. “Siento mucha culpa con mis viejos, con mi hermana, con mis sobrinos”, se refería a que el mayor estuvo presente el día del hecho. “A veces me da bronca haber sido yo la que quedó viva”, sollozó Gabriela. Sin embargo, su fuerte templanza hace que siga adelante para disfrutar de la libertad transitoria que le corresponde a mitad de condena. Cuenta los días, solo le faltan nueve meses.