25.02.2016
Cuando empezaba a bailar… corrección… cuando empecé a tomar mis primeras clases de tango, amigas que ya bailaban me decían: “Al final del día, lo que importa es un buen abrazo y una buena caminata”. Para más de uno sonará absolutamente idiota la frase… Como si uno no supiera ya caminar. Y, sin embargo, e’ así…
La frase aprender a caminar no tiene nada de metafórica. Hasta que uno se desliza por la pista como una gacela pasa por fases de elefante, pato, orangutan, ariete, chofer de camiones, heladera o garrafa. Pisa, es pisado, arrastra y es arrastrado, se cuelga o se le cuelgan, empuja o es empujado. Las primeras clases – sobre todo, si uno no tiene una base dancistica previa de ningún tipo – pueden llegar a ser angustiantes, sintiendo el cuerpo completamente inepto.
Cómo cornos indico al otro hacia dónde quiero ir, ¿cómo hago para que me entienda sin tironear, sin empujar, sin usar los brazos como si mi compañerx fuera un auto?… empecemos por ¿hacia dónde quiero ir? Si estoy siguiendo, ¿cómo voy a entender? ¿acaso tengo que obedecer ciegamente lo que me marca con su cuerpo estx mentecatx que recién conozco? Toda la famosa sensualidad y sexualidad del tango, usualmente en las primeras clases queda para las fotos que están en la pared. Uno se siente un pedazo informe y torpe de carne intentando algo que se asemeje a lo que se entiende por bailar. En algún punto, uno retorna a la más tierna infancia. Básicamente, antes que caminar uno está aprendiendo a gatear. A gatear con otro que me acompaña en el intento, cosa no menor. Y, a veces, gateando uno baila. Y ya esos primeros pasitos son maravillosos.
saben en todo momento hacia dónde se dirigen, a qué velocidad, con qué cadencia, qué propone la música. Como le escuché decir al maestro Rodolfo Dinzel en una entrevista, por un instante “uno está en el cuerpo del otro y el otro en el mío”. Y eso se consigue apenas con poner una patita delante de la otra.
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