06.03.2016
Hace poco, llegué a la conclusión (sí, soy brillante) que el tango (o, para el caso, cualquier danza de a dos) tiene que ver con enfrentar los miedos. Todos tenemos, y esos maravillosos bichitos que a veces nos cagan la vida aparecen todos juntos y en fila a la hora de aprender a cacharle la mano a otro y lanzarse a la pista.
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Brazos que se achicharran, espaldas espantadas que se tiran para atrás evitando el contacto, piernas que avanzan o retroceden en diagonales opuestas, hombros que se tragan las orejas de tan alto que llegan, mejillas moradas y ojos inyectados en sangre por haberse olvidado de respirar, entrecejos fruncidos de tanta concentración. Los primeros tiempos del aprendizaje son la antítesis de relájate y goza.
Tener a otro delante con música sonando de fondo pareciera traer todos juntos a los demonios de Tazmania que habitan en nuestro ser. Aparecen el temor al ridículo, a la torpeza, a empujar o ser empujado, a no entender o no ser entendido, el pánico al contacto (a tocar, que me toquen, ¡que me abracen!), a que me pase lo inesperado. Pero el miedo no es excluyente de novicios; hay gente que ya baila, incluso profesionales cuyo abrazo es tan cálido y esponjoso como abrazar un poste de luz, cuya relación con el cuerpo del otro es tan profunda como la de un contestador automático.