La Sonrisa

14.04.2016

Por Diego Braude

 

En este microrrelato, Braude nos cuenta una nueva experiencia del mundo del tango en las noches porteñas.

 

***

 

Fue una noche de cena después de la clase. Yo, por esa época, me estaba recuperando de una operación en las piernas y no podía bailar. Eran mis primeros meses de clases de tango, sin todavía noción de que era un camino de ida. Como no podía bailotear, me sentaba a un costado, cebaba mate y miraba. Esa noche iba a entender, por primera vez, hacia dónde quería ir.

El primer maestro, creo yo, es clave. Es la puerta de entrada a algo y en tango, muchas veces, es la diferencia entre seguir adelante y abandonar antes de pasar el umbral. Por aquel entonces, ese primer maestro que tuve – y que sigue siendo mi amigo – organizaba los sábados cenas después de la clase. Terminado el morfi, se hacían las mesas a un lado y se bailoteaba un rato. No era una milonga, ni siquiera una práctica, sino algo íntimo entre conocidos.

Esa noche, luego de laa cena en que yo todavía sólo podía mirar – y aunque me hubiera podido mover, lo que hacía aún no era exactamente bailar -, se armaron las parejas y sonó la música por los parlantes.

La imagen que ha circulado históricamente por el mundo de los bailarines de tango es el peinado ‘lengüetazo de vaca’ para los hombres; bien tirante para las mujeres, gesto adusto. Una cruza entre sensual y cara de culo en ambos. Se supone, pienso, es la idea iconográfica de la pasión. Puede ser que en ciertos momentos uno baile con un rostro concentrado, compenetrado o que parece el momento previo a tener un orgasmo (y hay veces que conectar profundamente con otro se le parece mucho). Pero la cara de ojete, la del macho viril y la fémina sensual, frágil, fuerte, llena de fuego que consume, es otra cosa. En cualquier caso, al final del día cada uno elige qué es lo que quiere, con qué se siente más identificado. Como decía la maestra Ana Postigo, cada uno tiene su tango.

En la vida, uno siempre está eligiendo quién quiere ser, incluso cuando le parece que no. Y en ese trayecto que se va armando, hay instancias que son bisagras, donde te queda muy claro ese por ahí va lo mío, ese soy yo. Uno dice por ahí va mi tango, por ahí va mi vida porque, en definitiva, son una y la misma cosa. Esa noche de sábado, luego de la cena y los brebajes espirituosos de rigor, se armó el bailongo de amigos. Esa fue la noche que dije “yo quiero bailar así”. Ahí iba mi maestro, ahí iban los otros también, bailando con una sonrisa de oreja a oreja en la jeta.

Desde entonces, me he rodeado de amigos, bailarines y otros maestros – que también han tornado en amistades queridas – que bailan sonriendo y hacen sonreír, que también son capaces de bailar llorando y de hacer que quien los vea quiera llorar con ellos.

 

14.04.2016

 

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