26.05.2016
Por Diego Braude
En su nuevo microrrelato con fotografía, Braude se acerca al tacto. Nos cuenta del lugar de las manos en el tango.
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En el medio de la pista, una pareja apenas se mueve. Cambian el peso de una pierna a la otra, lentamente, acompasadamente. De vez en cuando, giran juntos, prueban algún pivot sutil. El abrazo está bien cerrado. Ella tiene su brazo izquierdo alrededor del cuello de él, y su mano le acaricia la nuca, el cabello. La mano derecha de él viaja por distintos puntos de la espalda de ella, sosteniendo, conteniendo, simplemente estando. La mano izquierda de él se encuentra con la derecha de ella en el aire y se exploran, se acercan y se alejan. Las manos tienen su propio baile.
Es posible, a veces, ver en vivo y en directo el camino de esa pareja. El primer tango seguramente fue tantear al otro, ver y sentir a qué baila, cómo baila. El segundo tango quizás fue probar un poco más los límites. En algún momento de la tanda, probablemente, haya habido un click, algo que se relajó en ambos cuerpos. Es factible, entonces, que al finalizar la tanda, en lugar de separarse y seguir cada uno por su lado, decidieran seguir una más. Quizás de los quizases, hayan tenido tanta suerte que la siguiente tanda era una tranquila, suave, dulce, incluso romántica. Pero, también puede ocurrir que la que haya seguido sea una que corre.
En los inicios, las manos suelen ser como dos guantes de box. Torpes o con el solo fin de agarrar, de ser apenas un contacto para permitir los movimientos. Después, puede ser que ocurra la fascinación ante el primer momento donde las manos – propias y ajenas – encontraron otra función dentro del baile. Es que durante el día, más bien, andamos a los ponchazos, chocando, apretando, tensando. Y, de repente, te ponen música y te encontrás con otrx en el abrazo, en el tomarse de las manos, en el calzar la otra sobre la espalda y puf… el mundo se hizo humo.
En cualquiera de las dos situaciones, se puede observar cómo la pareja opta retornar al abrazo y esperar. Un compás. Dos. Tres. Sin importar si la música corre o camina en escarpines, esperan, y pareciera que apenas se mueven. Sin embargo, si se mira más de cerca, las palmas y los dedos se vuelven sensibles, buscan diferentes posiciones. Lo que baila ya no son los pies, sino el contacto. Uno aquí, otro allá. Las manos se toman más fuerte, se sueltan, se acercan al pecho, se vuelven a alejar. Los dedos se encuentran y entrelazan, se desenlazan y las manos completas se vuelven a tomar. En cierta forma, es el abrazo de las manos.
Y así, como quien dice la cosa, el último tango se acaba, la tanda termina y las manos se dicen adiós… o hasta luego.
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