El cronométrico Funes

09.06.2016

Por Liliana Heer

 

El 14 de junio se cumplen treinta años de la muerte de Jorge Luis Borges. Educado en Ginebra e Inglaterra, el escritor argentino fue Premio Cervantes en 1979. Su prosa, las clases, los poemas y ensayos dan cuenta de la intensa actividad del letrado.

Este junio son muchas las celebraciones para homenajear al reconocido escritor argentino: desde una muestra íntima en Madrid, a dedicarle el Festival Internacional de Poesía de Buenos Aires, a la publicación de un libro con textos inéditos que resultan de cuatro conferencias borgeanas sobre tango.

En Pucheronews, conmemoramos la inmortal memoria de Borges con un texto de Liliana Heer ilustrado por Miguel Rep.

 

***

 

Soy hijo de Funes el memorioso. Mi nombre no pertenece a la historia, soy huérfano y hasta hoy inédito. Mi padre no sólo no me reconoció varias lunas después de la caída de aquel legendario caballo, tampoco quiso conocerme. Una y otra vez pasé por el callejón donde vivía pero siempre fue en vano. Todo lo que sé de él fue gracias a un escritor. Es posible que Funes, como el Emperador Shih Huang Ti -quien pasó a la historia por dos inconciliables actos: construir una muralla y abdicar del pasado quemando todos los libros- pretendiera abolir un solo recuerdo. La omisión suele ser un pretexto de lo que no se quiere vivir. Yo soy su verdadera caída; aquel joven taciturno de rostro aindiado antes de caer del caballo cayó en una tentación: no pudo ceder al impulso de poseer a mi madre.

Fray Bentos es un pueblo de frontera, como muchos otros, donde hay cierta maestría para disimular el analfabetismo. Aprendí a leer pasada la mayoría de edad. Le debo a Borges el haberme iniciado en las letras; no a su persona, por supuesto, a sus escritos. Cuando en el saladero escuché rumores sobre un escritor argentino que iba a recibir ese año el Premio Nobel, volvió sobre mí la vergüenza. No podía participar, ni siquiera a distancia, de la vida y gloria de los hombres. Cómo referir el deslumbramiento que me produjo escuchar: “El cronométrico Funes” fue uno de los textos escogidos por el jurado

como modelo para documentar los actos de barbarie cometidos durante la Segunda Guerra Mundial.

A partir de ese día veneré la memoria de mi padre. La admiración me quitaba el sueño. Imaginaba sus largas noches leyendo la historia de los países del sur, maravillado por su dominio del latín y muchas otras lenguas. Debo confesar, sin embargo, que la idolatría tenía también ribetes de dolor. Cuando llegaba a la página cuatro, una opresión en el pecho me impedía avanzar más allá de: «Funes me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido como todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado”. A partir de allí no podía continuar leyendo porque un enjambre de preguntas me acosaba: ¿Estaría en sus genes esa extraordinaria facultad la tarde en que me engendró? ¿Habrá sido el sexo -la abrupta caída en el pecado- el acto que precipitó su memoria? La ilusión me llevaba a conjeturar que en el caso de ser así, también yo, aunque todavía dormido, podría llegar a poseer ese don. ¿Cómo saberlo?

Hubiera querido ser como mi padre pero tenía escasos recursos personales, era un hombre común, mediocre, retraído. En el saladero sólo hablaba con Julián Torres. Tuvo que morir baleado junto al capataz -la mejilla partida contra el piletón- para que sintiera necesidad de acercarme a otros compañeros. Ellos tenían la costumbre de reunirse después de la jornada a discutir sobre política. Así fue como, desde comienzos del ochenta, me interesé tanto en la realidad que empecé a archivar todo lo que caía en mis manos: masacres, desapariciones, secuestros, torturas. Cuál no sería mi sorpresa cuando unos años después salieron a luz los documentos del Nunca Más. El libro no solamente reunía datos sino también testimonios, daba orden al caos que en mi fragmentario trabajo me había sido imposible concebir.

Motivado por el entusiasmo de la democracia, viajé a Buenos Aires. Tenía en mis planes asistir a una conferencia sobre El Tiempo. Era un día de otoño, Borges se paseaba por los siglos, volvía sobre pensamientos de innumerables filósofos, científicos y escritores. Habló de Proust y de la distinción entre reminiscencia y recuerdo. Citó a Lezama Lima: «Nadie ve porque se le indique en la dirección del índice sino cuando se nos caen las escamas de los párpados y el ojo refractante del pez deja paso al ojo penetrado por el rayo del hombre». También evocó a Benjamin afirmando que la mera información atrofia y excluye la experiencia.

En un momento contrapuso dos teorías, una de Newton sobre el tiempo lineal, absoluto, el tiempo que fluye a través del universo de un modo uniforme. Dijo, lamentándose, que ese era el tiempo acuñado por los historiadores. Con la otra teoría -del metafísico inglés James Bradley- pareció adherir. Es la teoría de los varios tiempos, de series que no son anteriores ni posteriores ni contemporáneas sino diferentes.

Aunque fuese muy teórico para mis aspiraciones, la conferencia se desarrollaba bien. Yo estaba inquieto por motivos personales pero eso no me impedía tomar algunas notas. Una mujer sentada a mi izquierda, creyéndome iniciado, dijo que un francés cuyo nombre no alcancé a retener, pensaba que: «El acto sexual es al tiempo lo que el tigre al espacio». Esa interrupción perturbó durante unos minutos mis asociaciones, no obstante hice esfuerzos para continuar escuchando. Esperaba con ilusión que el conferencista hablara de mi padre. Había anotado el nombre Funes en una hoja con el objeto de darle un aspecto más familiar al lazo que me unía a su personaje.

A medida que avanzaba la charla experimenté un anhelo cada vez mayor de acercarme a ese sabio. ¿Mi pretensión? Humildemente explicarle que era hijo de Funes, un detalle fundamental para completar el relato de la caída con mi anterior concepción. En aquel entonces tenía una idea ingenua del mundo, por eso fue tan grande la confusión cuando algo absolutamente inesperado ocurrió. Con la justeza de un latigazo, en cierto momento le escuché a Borges decir: «No es necesario recordarlo todo. No olvidemos a Funes. Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar».
Muy poco pude oír después de ese comentario. Sólo mi cuerpo estaba presente mientras yo discurría en el vacío. Rescato una frase hacia el fin de la noche; la mujer que antes hablara del tigre volvió a dirigirme la palabra con gran entusiasmo. Como a su voz la sofocaban los aplausos de la sala, escribió en mi cuaderno de notas: «Cronos cree tragarse un Dios y sólo traga una piedra».

No sin bochorno abandoné el lugar. ¿Quién era mi padre? Un falsario o un idiota. Atravesado por esta duda fui directamente a la estación de ómnibus para tomar el primero que me llevara a Fray Bentos. Cuando llegué, abrí “El Cronométrico Funes” en la página que Borges lo había dejado:
«Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos».
Luego, las palabras de mi padre:
«Mis sueños son como la vigilia de ustedes. Mi memoria, Borges, es como un vaciadero de basuras».

Ni idiota ni falsario. Alguien que acumula detalles sin jerarquías ni orden, inmune al deseo de verle la cara a alguna Verdad, es un postmoderno. La idolatría, el resentimiento, la ignorancia habían escamado mis párpados.

 

 


 

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p style=»text-align: center;»>Todas las imágenes © Miguel Rep

 

 

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