Alquimia

16.06.2016

Por Diego Braude

 

En su nuevo microrrelato con fotografía, Braude habla del encuentro y el desencuentro entre l@s bailarines. Nos cuenta sobre la química de los cuerpos al bailar.

 

***

 

La música termina, la pareja se separa apenas suena el último chan. Se sonríen, se dan un abrazo, mascullan algo y cada uno sigue su camino hacia fuera de la pista. Apenas giran sobre sus talones, ambos se ponen serios; básicamente, ponen cara de culo. Se sientan, malhumorados, y toman un trago rápido de lo que sea que están tomando.

 

Otra pareja sale a bailar. Comienza la tanda. No se mueven. Se acomodan en el abrazo. Respiran. Los hombros se relajan. Hay algo ahí que se expande, de a poco, de a poquito, intangible. La energía atraviesa el cuerpo de ambos. El primer paso se preanuncia, viaja, finalmente produce el movimiento. En determinado momento del tema, alguno de los dos hace algo inesperado o propone una figura distinta, y ambos sonríen, las mejillas tocándose.

El tango, como la vida, está lleno de porrazos, expectativas, frustraciones, aprendizajes y química… o alquimia. Está lleno de ocasiones donde uno baila con aquella mushasha con la que anhelaba bailar, sólo para descubrir que no pegan ni con cola; o es el abrazo, o la musicalidad, o la ausencia, o el peso para danzar, o la forma de comunicarse con el cuerpo, o todo junto. También está lleno de primeras hermosas impresiones que se desgastan rápidamente, para dejar paso al no querer bailar más con esa persona. En estos casos, a veces es el agotamiento, la sensación de ya haber explorado todo; a veces, es darse cuenta de todo lo que no gusta del otro; a veces, son cambios imperceptibles en alguno de los dos – o en los dos – que hacen que la conexión se disuelva. Es moneda corriente ver a quienes antes se buscaban y ahora se esquivan, o la decepción al descubrirse eludido por el otro. Puede que no se entienda qué es lo que ocurrió, o que sencillamente de soberanamente por las pelotas la situación o la actitud del otro.

Lo mismo que en la vida fuera de la milonga (eso extraño que toma lugar durante el día), ocurre asiduamente que esos dos que parecerían encajar perfecto, los ponés juntos y no andan. No se encuentran, no se hallan; pueden moverse juntos, comprenderse, hasta verse bonitos, pero no bailan. O la energía de uno no se complementa con la del otro, bien porque chocan, sea porque se distancian. Está lleno de gentes con las cuales pasarla bien para un baile ocasional, pero son pocos los que encastran en serio el uno en el otro.

Diez segundos, más o menos, de un abrazo potable generan dopamina y el cuerpo siente placer. Muchos milonguean todas las noches buscando su dosis diaria de apretón, porque te hace sentir menos solo y el cuerpo siente que lo han abrazado. No obstante, estar con el otro es más que diez segundos de un lindo apretón.

Cuando esa rareza se da, los músculos de uno adivinan los del otro, la propuesta que sigue se anticipa y velocidad, tensión, respiración, pausa, todo está en sincro; se dialoga sin hablar. Le pasa a los que recién empiezan y le pasa a los profesionales.

Ese viaje, ese volar de a dos sin embargo, así como empieza, también puede terminarse. Las certezas no existen.

En la pista, al lado de la pareja que baila sonriente, los caracúlicos vuelven a encontrarse para una nueva tanda. Se miran con desconfianza. Él extiende su mano, invitándola a abrazarse. Ella lo mira, mira la mano, le pone suspenso… lo vuelve a mirar, se encoje de hombros, le saca la lengua, ríe, toma su mano y lo abraza fuerte. Comienza la tanda.

 

 

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