Buscando a Sugar Man

12.05.2017

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Las historias de redención con poetas que no fueron profetas en su tierra siempre sintonizan con nuestra emoción. Sixto Rodríguez, protagonista de la co-producción documental sueco – británica Buscando a Sugar Man (Searching for Sugar Man), encaja perfecto dentro de esta descripción. A cuarenta años del lanzamiento de sus dos únicos discos, no hay rastros de él. Sumergido en el más profundo de los olvidos por la industria musical, la vida de Rodríguez es un misterio. Guiados por dos fans sudafricanos -país en el que el juglar americano encontró popularidad varias décadas atrás-, vamos en su búsqueda. Esa especie de Bob Dylan chicano, tan rebelde y profundo como el original, merece el intento. Ganadora del Oscar en la categoría mejor documental en 2012, Buscando a Sugar Man es una alquimia prodigiosa. Buena música, sentimientos compartidos e injusticias que encuentran remanso derriten hasta el glaciar Perito Moreno.

 

Viajando por Sudáfrica -así arranca Buscando a Sugar Man- descubrimos que en los años setenta, un cantante americano de lentes oscuros y rasgos latinos se fue transformando en el antídoto justo contra el apartheid. Muchos jóvenes de esas latitudes encontraron en el cantor de protesta el perfecto catalizador de sus sentimientos ante tanto conservadurismo y represión. Fue gracias a un par de cassettes, traídos de EEUU por aficionados a la música, que se inauguró el mito. Y pronto llegó la masividad. Sin embargo, pese a la fama y las melodías silbadas y reproducidas hasta el hartazgo, nada se conocía de Rodriguez. Se rumoreaban teorías sobre un suicidio. Sobre una inmolación delante de su público. ¿Quién era ese tal Rodríguez? ¿Realmente se había suicidado? ¿Por qué no se encontraba ninguna información sobre él en su país natal? Interrogantes que nos ubican en una ruta, en un avión, tras sus pistas. Nos guían, asociados, un periodista inquieto y un fan de aquellos viejos tiempos.
Estamos en Detroit. Conocemos a quienes lo conocieron en 1968. “Tenía una extraña voz, era solo un hombre con su guitarra”, cuentan. Enseguida surge la comparación con Bob Dylan, songwriter por excelencia e inspirador de legiones. Apenas aparece su voz, su sonido, reconocemos la semejanza. “Parecía un vagabundo ¿de que vivía?”, agregan. Y se preguntan: “¿Por qué no triunfó? ¿Por cuestiones políticas, por falta de difusión?”

 

Seguimos viaje a California. Escuchamos a su productor. Su disco “Rodriguez coming from reality» de noviembre de 1971 no tuvo suceso. Nadie lo entiende. Lo vamos conociendo más: es un cantante de protesta (según nuestro parámetros), con un cierto tono evangelizador.

“Tenemos que seguir la ruta del dinero”, sugiere el periodista para continuar la búsqueda. El dinero que las grabadoras sudafricanas le pagaron a su par estadounidense por los derechos de aquellos discos. Ganancias de un disco que vendió medio millón de copias sólo en aquel período. Así aparece en escena Sussex Records, la grabadora, y su viejo propietario -quien aunque desparrama loas y una emoción impostada sobre Rodríguez, se enfurece de inmediato apenas se menciona la posibilidad de haberse quedado con un vuelto. Rodriguez ni cobró, ni se enteró de su suceso en tierras foráneas, ni aparece. Ni un rastro de él. Ni en Londres, ni en Amsterdam, lugares en los que tocó. Hasta que Deadbron, palabra que escrita en una de sus canciones, resuelve el misterio.

Poeta de las calles, ese tal Rodríguez. Héroe anónimo, desorientado en dominios de celebrities fugaces. Cuando al final del film lo vemos, cantando en un estadio colmado, somos testigos de una redención. Justicia divina, siguiendo con las imágenes eclesiásticas, para el hijo de mexicanos pobres que quiso contar su historia y la de otros como él. Es en Sudáfrica, obvio, cuarenta años después. Más de treinta presentaciones en el retorno al lugar que alguna vez le dio cobijo en tiempos de orfandad. Y sin que él tuviera la más mínima idea de ello. País que se enamoró de su talento. De su rebeldía cuando asolaba el apartheid. Y que pidió por su regreso, pero esta vez en carne y hueso. Mientras, la industria musical natal lo invisibilizó. Tal vez por prejuicios de clase o de raza, vaya uno a saber. Sin embargo, ninguna de esas circunstancias fue suficiente para desestabilizar los cimientos del hombre que sigue viviendo en su casa de Detroit, la de siempre. Y que entregó las ganancias de sus shows de revival a amigos y parientes. Un justo final para el humilde cantautor al que el destino, en una de sus piruetas diabólicas, volvió a poner sobre un escenario. Aunque como en sus comienzos, él haya preferido finalmente regresar al barrio.

 

 

 

FICHA TÉCNICA

Dirección: Malik Bendjelloul
Producción:  Simon Chinn, Nicole Stott, George Chignell
Guión: Malik Bendjelloul
Fotografía: Camilla Skagerström
Protagonista: Sixto Díaz Rodríguez

 

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