11.12.2017
Por
Un fantasma recorre el Partido Conservador. Es el fantasma de Jeremy Corbyn. En Reino Unido, el consenso neoliberal está en su lecho de muerte.
Ustedes saben que hay momentos, tal vez una vez cada treinta años,
cuando hay un cambio radical en la política.
No importa lo que diga o haga.
Hay un cambio en lo que el público quiere y lo que aprueba.
Sospecho que ahora hay un cambio radical y es para la señora Thatcher.
(Jim Callaghan, primer ministro Británico, 1979)
En Westminster corre un rumor: Theresa May tendría los días contados. Las últimas elecciones, donde el Partido Conservador perdió la mayoría parlamentaria, dejaron a la Primera Ministro al borde del abismo. El principal problema que enfrenta Gran Bretaña hoy, el Brexit, está lejos de ser resuelto. Si bien la semana pasada se firmó un principio de acuerdo por el costo de la factura de divorcio, el estatus de los ciudadanos europeos que residen en el país y en la frontera que divide a Irlanda, la futura situación comercial sigue incierta. May ya propuso un período transicional luego de la salida formal de la unión -que no recibió sonrisas por parte del club del Brexit-, pero nadie sabe que va a ocurrir. En otras palabras, Theresa no pudo cumplir las únicas dos promesas por las que fue elegida para reemplazar a David Cameron: asegurar estabilidad en el proceso de salida y unificar a los dos bandos del partido que quedaron enfrentados por el referéndum.
La última conferencia de los tories (como son conocidos los Conservadores), celebrada en octubre, dejó en evidencia que el problema es aún más grave. Allí, en Manchester, la gran mayoría de los oradores puso al fantasma en palabras: si no se normaliza la situación, dijeron, Jeremy Corbyn será Primer Ministro. El pánico es entendible: su llegada al poder pondría fin al consenso por el cual se rigió la política británica por más de treinta años.
Fue la crisis del Estado de Bienestar la que llevó a Thatcher al poder. Crisis de ese orden, lo sabemos, no son meramente económicas: tienen su impronta social, cultural y política. ¿Qué vino después? Lo que muchos llaman neoliberalismo, un término que dice mucho pero explica poco, fue el nombre que se le dio al consenso que dominó a la política británica y occidental hasta el día de hoy. Un consenso que pregona sobre las virtudes de un sector privado fuerte, con menos espacio para los gobiernos y sindicatos. Para eso, insiste con cobrarles menos impuestos a los ricos y desregular el mercado de trabajo. Implica también una redefinición sobre el espacio público y el papel que cumplen los individuos en una sociedad globalizada, donde los grandes relatos que garantizaban la cohesión décadas atrás hoy tienen cada vez menos fuerza. Se trata, entonces, de una premisa que legitima a la competencia como el principal regulador de la actividad humana.
Asumir estas ideas y principios como algo que no podía ser cuestionado, como una verdad absoluta de nuestros tiempos, fue la única forma de ganar elecciones para los partidos de izquierda y derecha durante un tiempo. El experimento del Nuevo Laborismo, de la mano de Tony Blair, fue el gran ejemplo a seguir de los partidos socialdemócratas desde los 90. Aceptando el consenso neoliberal, con algunas regulaciones económicas, ¡la centro izquierda también puede ganar elecciones! La Unión Soviética había caído y el famoso dicho que se le atribuye a Thatcher resoplaba en los cuellos de cualquiera que se atreviera a proponer un cambio político: no hay alternativa.
Y entonces llegó la crisis del 2008, marcada por la desregulación financiera y la globalización económica. A diferencia de crisis anteriores, esta no tuvo su correlato político inmediato. Por el contrario, la salida se emprendió con las mismas ideas que parecían haber salido intactas. Los bancos fueron salvados por el sector público -vaya contradicción para los puristas del sector privado-, la toma de deuda se disparó y el mercado de trabajo se desreguló aún más. Mientras Estados Unidos logró salir rápidamente de la crisis, Europa se estancó. En Reino Unido, como en el resto del continente, el neoliberalismo no fue cuestionado políticamente si bien las consecuencias de la austeridad eran, y son, evidentes. El crecimiento económico del periodo previo a lo crisis fue considerablemente menor al de periodos anteriores. Ese crecimiento, además, fue distribuido de manera más desigual. Reino Unido tiene más billonarios hoy que en toda su historia, mientras la clase media ha crecido a niveles mediocres. La poca inversión en los servicios públicos es notable: el servicio de salud se encuentra en estado de emergencia; la crisis en el mercado de vivienda es masiva y ha dejado a miles de personas en la calle; y los recortes en educación pública han llevado a una situación donde el número de maestrxs no alcanza a cubrir el total de alumnos. El país registra, a su vez, la peor caída de salarios entre los países desarrollados, solo después de Grecia.
Jeremy Corbyn no es únicamente una respuesta económica a los problemas que enfrenta Reino Unido. Representa un fenómeno político y sociocultural, llegue al poder o no.
Sus ideas implican, una por una, un cuestionamiento al consenso neoliberal. Corbyn propone la nacionalización de industrias claves, como los ferrocarriles, el agua o algunos sectores energéticos. Promete, a su vez, una fuerte inversión en los servicios públicos y un aumento en el salario mínimo. Todo esto sería acompañado con los impuestos que planea aumentarles a los más ricos y grandes empresas. Su programa le devuelve poder al gobierno mientras que alienta a una mayor participación política, en una sociedad cada vez más ajena a lo que se discute en el parlamento. Es una respuesta al miedo que ha inundado la discusión política en tiempos recientes: Corbyn predica sobre las ventajas de una sociedad multicultural mientras la xenofobia ya es moneda común en la mayoría de los discursos rivales. Invita a los jóvenes, el pilar más importante de su proyecto, a no conformarse con el estado actual de la política. Y eso ha dado resultado.
Días antes a la elección general, en junio, el nombre de Corbyn suscitaba risas a lo largo de Westminster. Una cosa es la interna del laborismo, tranquilizaban los columnistas de los diarios más prestigiosos de Londres a sus lectores, donde Corbyn ganó frente a todos los pronósticos y con una participación récord. Pero en una elección general, con la mayoría de los sondeos dando ventajas de dos dígitos a los conservadores, el fenómeno Corbyn duraría poco.
El Partido Laborista no ganó las elecciones de junio, el Partido Conservador lo hizo. Pero Corbyn fue, sin dudas, el gran vencedor político de la jornada. Consiguió, a pesar de lo que pronosticaban todas las encuestas, el mayor porcentaje de votos (40%) desde la mejor época del Blairismo. Sumó treinta escaños para el Laborismo, mientras que Theresa May perdió la mayoría parlamentaria y tuvo que conseguir apoyo de un partido minoritario de Irlanda del Norte. Es cierto: Corbyn no ganó, pero las elecciones son imágenes instantáneas. Además de gobiernos, nos brindan una radiografía sobre los tiempos que corren.
Según una encuesta realizada por el think tank conservador Legatum, una mayoría de votantes -incluyendo a los tories- está a favor de las nacionalizaciones que propone Corbyn. Los mismos votantes acuerdan en que una suba de impuestos a los ricos es necesaria y que el país necesita inversiones en el sector público de modo urgente. Pero lo revelador fue lo siguiente: la gran mayoría de votantes asocia al capitalismo con la avaricia, el egoísmo y la corrupción. Esto vale para Conservadores y Laboristas. En octubre pasado, el FMI realizó un informe donde sugiere que subir impuestos a los ricos ayudará a reducir la desigualdad sin afectar el crecimiento económico. Sí, el FMI. Desde hace meses, la prensa británica conservadora presiona al gobierno para que aumente el gasto público, conscientes de la amenaza que los acecha del otro lado. Argumentos sobre el fracaso de la economía neoliberal y la necesidad del Estado de Bienestar deslizan también hace un tiempo en periódicos y revistas de signo más progresista. Es evidente: hay un cambio en las percepciones generales de los británicos sobre la política y la economía.
El éxito inmediato de Corbyn es en casa. Desde que llegó al liderazgo del Laborismo en 2015, una gran parte del partido se resistió a apoyarlo. El núcleo duro de poder Laborista, que hasta el día de la elección sostenía que Corbyn era demasiado radical, hoy permanece callado. Ya no hay dudas o recelos en la mayor parte del partido: Jeremy Corbyn es el mejor candidato para que el Laborismo vuelva al poder en un futuro cercano. Esto puede servir de guía para otros partidos socialdemócratas en Europa. La Tercera Vía está muerta. Si la socialdemocracia desea volver al poder, debe hacerlo con un programa que represente una alternativa real. Las elecciones de Pedro Sánchez en el PSOE español y la de Benoit Hamon en el PS francés parecen confirmar la teoría. En momentos en donde el SPD alemán se debate entre conformar un gobierno con Merkel o construir desde la oposición, la actualidad de estos partidos puede servir de guía.
Pero a Corbyn todavía le queda camino por recorrer. Debe cosechar votos con los mayores de sesenta años, que abrumadoramente votan por los Tories. También necesita aumentar la participación de los jóvenes de clase obrera, que no suelen salir a votar. En una eventual elección, debe asegurarse de que los distritos ricos que votaron por él -que no fueron pocos, por cierto, y se debieron sobre todo a su postura con el Brexit- lo vuelvan a hacer en otra coyuntura electoral. Pero quizás el mayor desafío que enfrenta Corbyn sea el de demostrar que su programa no representa un regreso a los años dorados sino una respuesta a la Europa del siglo XXI, dispuesta a resolver los problemas de hoy. Muchos creen que Corbyn encarna un discurso nostálgico, que moviliza a los jóvenes a pedir por el mismo tipo de vida que supieron tener sus padres.
Lentamente, cada vez más británicos están desechando esa idea. Entienden que no se trata de Jeremy Corbyn. Que Corbyn es solo la mecha. Se trata de un discurso progresista capaz de ofrecer una vida mejor a la mayoría de los británicos. Reniega de los que creen que un 1% puede vivir a costa del resto. Invita a la participación política, a volver a pensar al espacio público como un elemento vital de la sociedad. Un discurso que se niega a asumir que sólo la extrema derecha es capaz de plantear una agenda nueva a un consenso que se está desarmando.
“El 2017 -dijo Corbyn en la última conferencia del Partido Laborista-, puede ser el año en que la política se encuentre con la crisis del 2008”.
Lee también la entrevista a Owen Smith, diputado Laborista y Millennials: mundo y política