Volver

27.08.2015

Vuelo largo, espacio estrecho entre los asientos, no obstante cómodos. El sistema de entretenimiento del avión… No, no viajan ni actores, ni bailarines, ni payasos, ni malabaristas en la bodega. Aunque en cierto momento alguien pidió un médico y se acercó un hombre de pulso dudoso y con dificultad para caminar. Nadie sabe qué recetó ni a quién atendió – parece ser que después nadie podía encontrar a la paciente. 

La cuestión es que fue un momento emocionante en cierta manera; es que uno se conforma con poco cuando no hay nada para ver en la pantalla. Porque, como decía, el sistema de entretenimiento del avión – que es una pantalla personal en el respaldo del asiento de adelante que permite ver series y películas – no funciona.

Sin nada que monopolizara mi atención, trabé conversación con la mujer sentada a mi lado. O, setenta y algo de pirulos, viajaba una vez más a ver a una de sus hijas – de hecho, avanzando en la charla, me enteré que tiene familia distribuida literalmente por todo el globo y no exagero. 

No le cuento la razón de mi viaje, o sí, no me acuerdo, pero en cierto momento O empieza a hablarme de su abuela. Su bisabuelo había vendido a la hija -o sea la abuela de O- a un pelafustán (palabra que se me viene de repente por sonora, por graciosa, y porque me suena a que con su sonido medio zonzo retrata perfectamente a la cruza de imbécil con pelotudo mal habido). El Pelafustán adicto al juego se la llevó a un terreno que había adquirido y desmontado. Ahí, en algún lugar de Entre Ríos, Pelafustán había construídose una casa y, cual cuento de hadas – de esos bien hijos de puta – decidió que esa sería la caja fuerte donde iba a dejar empotrada a su recientemente adquirida hembra.

Así fue que el hombre en cuestión desaparecía por largos ratos y volvía, según siempre el relato de O, con bolsas de guita que ganaba en el juego. Volvía, guardaba la tarasca, le hacía un hijo -palabras de O- a la doña y volvía a rajar. Ahora, algunos solemos ir de vacaciones o de fin de semana largo a Entre Ríos (al menos los que no vivimos en Entre Ríos) pero en aquellas épocas era un toquecín más inhóspita la cosa… La abuela de O se hizo dura, porque tenía que ocuparse de los hijos que se iban acumulando y de los malvivientes que solían transitar por aquella comarca -O usa la palabra asesinos. Eventualmente, como suele ocurrir de vez en cuando, Pelafustán estiró la pata y fue reemplazado a su tiempo por otro marido, que resultó ser Pelafustán 2, El Regreso.

O termina su relato, me mira y dice que le gusta contarlo a sus hij@s y niet@s, que es una manera de mantener viva la memoria de la historia familiar.

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Escribo este texto a las tres de la mañana en Moscú y está empezando a clarear donde vine a buscar vaya uno a saber qué de mis raíces. Casi sin historias, más que una pocas repetidas infinidad de veces.

Una familia judía recontraforrada, dueña entre otras cosas de la tienda moscovita más importante de su tiempo y que lo perdió todo entre lo que expropió la Revolución de Octubre y lo que se quedaron bancos de Francia o Suiza. En parte, pienso “Qué suerte! No me hubiera gustado ser miembro de una de las familias más adineradas de Moscú – ni de ninguna parte”.

No hablo una palabra de ruso y estoy aprendiendo a leer cirílico de manera urgente. Me manejo por señas o por palabras sueltas que voy cachando, con mejoramiento en proceso de mi pronunciación. No sé bien qué hago acá, o quizás sí, porque hoy por la noche fui a bailar tango – lugar común, no me importa come torta con cuchillito que no corta- y me sentí como en casa. Qué cosa loca las raíces ¿no? A veces no son lo que uno pensaba.

 

 

Fotos: Diego Braude

1- Mocú

2- Vista desde la ventana del avión en viaje a Moscú

3- Lavapiés, Madrid, lugar de escala camino a Moscú

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