Matrioshkas

01.09.2015

Llego corriendo al tren nocturno que me traslada de Moscú a San Petersburgo. Abro la puerta del pequeño camarote y me encuentro con tres rusos que no hablan una jota de inglés – dice el tipo cuyo ruso no pasa de Da, Niet, Spasiva y Dasvidaniya. Nos saludamos, queda en evidencia que hasta ahí llegamos. Dos de ellos, unos tipos que rondan los sesenta, ponen música en el celular y la sacan por un parlante portátil que tienen. Les gusta el metal, sobre todo, pero les escucho mencionar también a Zeppelin. Van probando banda tras banda. Y, entonces, como para aportar algo, digo “¿Pink Floyd?”. Una sonrisa se les dibuja en la cara. Buscan el video del mega recital de la banda en Berlín tras la caída del muro. Deliran con cada tema, les vuela la peluca que estén haciendo instrumentales con músicos invitados del carajo. Venían tomando cerveza y ahora sacan una botella de vodka a la cual ya no le queda mucho (por estados posteriores, asumo que también la venían vaciando desde antes de subir al tren). Brindamos dos veces con fondo blanco. El tren ya había dejado atrás Moscú y el vodka se me está subiendo a la cabeza y me acuna el corazón. Sonriendo relajado, le hago señas a V – el dueño de la botella – de que me pegó el alcohol en el marote y en el cuore. V suelta una risotada festejando, mientras los instrumentales de Pink Floyd siguen sonando de fondo.

 

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No existe archivo de cuándo mi abuelo materno llegó de Moscú, perdióse. De joven, vivía en las inmediaciones de la Plaza Roja, la que solía frecuentar de adolescente en sus sesiones vodkenses. Apasionado del teatro y el cine, fue parte del elenco de “El acorazado Potemkin”, de Sergei Einsenstein. Su familia pituca lo mandó para la Argentina luego de que la revolución y los bancos (franceses o suizos, nunca estuvo del todo claro) se quedaran con todo. La familia de acá en Rosario no lo quiso y lo dejó laburando en el puerto, donde asumo que aprendió a bailar tango (cosa que me enteré hace poco), además de leer y escribir para compañeros de trabajo que no lo sabían hacer. Terminó como comerciante ligado a la importación y exportación, o algo así. 

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Fue amigo de artistas varios, ajedrecistas, un aristócrata ruso que participó en el asesinato de Rasputín. Según cuenta mi madre, mi abuelo R nunca olvidó su Rusia natal ni dejó de extrañarla. No sé mucho más de la historia rusa de mi abuelo.

La Moscú de mi abuelo, la de hace cien años, ya no existe y es lógico que así sea. Rodeado por un millón de turistas (sobre todo turismo local, pocos foráneos lejanos), me pregunto a mí mismo qué estoy haciendo ahí. Lo que siento es el desconcierto total… Porque si hay una manera de sentirse bien solo, en otra frecuencia y en pelotas, es en medio de una multitud.

 

Y así, con mi incertidumbre a cuestas, vuelvo caminando a la habitación donde estoy parando. Me baño, me cambio y salgo a recorrer 21km en subte (Moscú es grande… abrumadoramente grande). Un amigo me había pasado el contacto de una chica que me podía dar una mano para orientarme en el mundo moscovita de la milonga (la que se baila, no la que se inhala y hacia allá voy. Toco timbre varios minutos en el edificio equivocado, por supuesto, hasta que encuentro la dirección correcta a pocos metros.

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Resulta que la milonga que terminamos eligiendo está cerca de mi “casa”, así que regresamos los 21km, esta vez en auto. Entramos, ella saluda a sus conocidos, salimos a bailar – el DJ es argentino. La mano izquierda encuentra su derecha, el brazo derecho su espalda y su izquierdo la mía. Bailar, jugar, proponer, recibir, improvisar, equilibrio y desequilibrio, vértigo. Más tarde, vuelvo caminando a mi “casa” y siento la certeza de que, repentinamente, por alguna razón a la que me esfuerzo ponerle palabras (no rompas las pelotas, Dieguito), las piezas han comenzado a caer en el rompecabezas. No son las que yo pensaba, no es lo que había supuesto, no es desde la reflexión intelectual de la que tanto me gusta abusar (cuánta parola, Dieguito); es en el cuerpo, así ¡bum! ¡pum! ¡crash! ¡bang!, como una patada de veinte burros cebadísimos en el pecho, donde se cruzan pasado y presente. Todavía no sé cómo explicar que Moscú ya no me resulta ajena.

 

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Son cerca de las 3am en Praga. En la pensión donde estoy parando hay una terraza. Todo el mundo está durmiendo, así que la terraza está vacía. Sin prender la luz (hoy hay luna llena), me siento en una de las mesas y abro la computadora. Empiezo a escribir. En tres días estaré visitando la aldea de mis abuelos paternos donde, básicamente, no queda nada.

 

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Fotos: Diego Braude

1- Catedral de San Basilio, mirando a la Plaza Roja (portada y header), Moscú.

2- Un barrio menos céntrico. arquitectura constructivista y de fondo se ve uno de los siete Stalinskie Vysotki (los rascacielos de Stalin, también conocidos como Las Siete Hermanas), un megaproyecto estalinista llevado adelante entre 1947 y 1953 -cuya historia merece un capitulo aparte.

3- El tren Flecha Roja que va de Moscú a San Petersburgo.

 

 

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