Relatos del conurbano: Lanús Oeste

23.09.2015

“Cuando escuchás las motos, temblás. Es feo pero es la verdad.”

 

Ana se despierta a las cinco y media de la mañana. Antes de salir de su casa, mira por la ventana. Si hay gente, se minimiza el riesgo de ser robada en las dos cuadras que la separan del colectivo; si escucha las motitos, espera. Cada lunes me cuenta las peripecias del viaje hacia sus trabajos, las cosas que ve, los artilugios para evitar que le roben, la valentía de no dejarse ganar por el miedo. Vive en Lanús Oeste, trabaja limpiando casas particulares, tiene 38 años, tres hijos y está separada. Hace un año le diagnosticaron cálculos y barro en la vesícula, pero no la operaron ni siquiera cuando estuvo al borde de una peritonitis. “Me zafaron con una sonda y unas inyecciones”, dice. Sus hijas van al colegio a mediodía pero las acompaña una prima más grande porque “en esas seis cuadras camino a la escuela les roban la mochila, el dinero para las golosinas, un yogurt, lo que lleven encima”.

Después de un año de padecimiento físico, idas y venidas a hospitales con falta de insumos y personal, Ana consiguió fecha para su cirugía gracias a una conexión. Sus nuevos doctores en el Hospital Bocalandro de Tres de Febrero mostraron sorpresa por la falta de intervención quirúrgica más temprana ante la gravedad de su estado. Pero ella es fuerte, luchadora, incluso optimista.

Ana detalla minuciosamente cada incidente del que es testigo obligado, las situaciones que sufren sus vecinos y familiares. A Toti, un pibe de veinte años, lo mataron para sacarle un celular; al vecino de prefectura lo balearon para robar al remisero que lo había ido a buscar; un amigo de su hijo fue asesinado en otro hecho delictivo. Esas son las noticias que recibe cuando suena el teléfono y habla por auricular mientras continúa la limpieza en la casa de turno. Dice embalada: “No podés usar el espacio. En vez de disfrutar un mate en la plaza mientras tu hija está jugando, tenés que estar mirando para todos los costados: Vení, corré, vámonos”.    

Prefiere estar encerrada a pasar un momento desagradable como el que tuvieron sus hermanas hace algunos días. Las mellizas fueron al kiosco de la esquina y las encararon dos motochorros. Las manosearon y las dejaron con las tetas al aire para verificar que no escondieran celulares o más dinero en el corpiño. “Se meten más con las mujeres que con los hombres, y si tenés criaturas, peor”, se indigna. 

El colectivo no es resguardo. “Una vez fichado, te siguen. Esperan el momento para arrebatarte y se bajan pasando por encima a todo el mundo.”

Captura de pantalla de un noticiero. Foto: Pucheronews

p>Los habitués de la línea 44 tienen identificados a lo malhechores, el conductor también al punto que muchas veces no para. “Es una pena por la gente que está esperando y va a laburar”, agrega. Vaya a donde vaya, debe combinar transportes en Pompeya donde también observa un aumento del crimen. Declara que antes no había tantos chicos; ahora al bajar del colectivo son hileras e hileras de jóvenes durmiendo, con sus frazadas, colchones viejos o cartones. La impresiona uno en especial: le falta una pierna, lleva muletas y corre a gran velocidad. “Cuando ve que tenés algo que le gusta, encara. Y si te encara, dispará”, advierte. La gendarmería no hace nada según dice. Dirigen el transito, cortan el puente, e indican llamar a la policía si alguien se acerca para denunciar una situación conflictiva.

 

Unos tienen miedo, a otros no les importa

Ana relata las llamadas en vano a la comisaría, los encuentros con el intendente, los reclamos en los juzgados, las denuncias silenciadas por miedo a las reprimendas, evitar dar nombres, no mostrar la cara en los medios.

Entre las seis de la tarde y las diez de la noche, se supone que un patrullero protege el área. “Pero los policías a cargo estacionan el vehículo, le ponen llave y se van hasta cumplir el horario y pasan a retirar el auto”, dice con cierto sarcasmo.

Hace unos días, cuando iba al supermercado con su hija menor, vio a la policía atrapar a unos delincuentes que habían atacado a una mujer mayor. En el “chino”, la sorprendió que uno de esos mismos motochorros estuviera comprando bebidas. Esperó en la puerta para ver cómo seguía la escena. El pibe salió, le entregó la bolsa con alcohol al policía, se subió a la moto y partió. De regreso, encontró a la mujer todavía sentada en la calle y se ofreció para acompañarla a su casa. Ofuscada declara: “O sea, el policía vio que le robaron, pero no tuvo la valentía de darle una mano a la señora, levantarla del piso. Eso sí, se ocupó de agarrar la bebida. No le importó más nada”.

Lanús Oeste. Foto: Pucheronews

p>A pesar del miedo y el bajo perfil que mantienen, los vecinos se alertan telefónicamente si escuchan ruidos raros o ven movimientos sospechosos en los tejados. “Ahora la moda es sacarte el portón para robar el auto”, se asombra. Las modalidades de robo a veces son ingeniosas, otras apelan a la buena fe. Una joven con su bebé pide que la lleven al hospital con urgencia. Se sube al remis, la chica dice haber olvidado algo, al pegar la vuelta, hay una emboscada y asaltan al remisero. Entonces, hay que registrarse con DNI y dirección bajo un código para poder pedir este servicio en el barrio. “Y si tenés una emergencia pero no tenés código, no te llevan, ni aunque estés por tener familia”, se molesta.

 

Pasar los días, anhelar que sea mejor

Ana debe viajar seguido al hospital donde será operada para realizarse estudios. El horario de ingreso es a las siete de la mañana; para llegar a tiempo debería salir de su casa a las cuatro. “Me juego la vida a esa hora”, declara. En el hospital son conscientes, entonces permiten que los pacientes duerman en las guardias esperando el amanecer para sus turnos. O en caso de internación, les dan las camas un día antes, para que puedan viajar en horarios fuera de peligro. “Como yo, hay un montón de gente”, enfatiza.

Cada día está determinado por las medidas preventivas: no sacar el celular para hacer las compras, no usar los auriculares en el barrio -solo en capital que es mucho más tranquilo aclara-, pagar remises para que su madre pueda salir del encierro y visitar a sus hijos. “Treinta o cincuenta pesos no me van a hacer más pobre y me van a dejar más tranquila”. Su mamá es hipertensa, diabética y tiene un marcapasos; por orden médica debería salir a caminar. “Es una vergüenza que no pueda hacerlo”, reclama.

Sus hijas protestan por la falta de paseos y por tener que controlar el reloj para volver a casa antes de las diez de la noche. Ana les habla, les enseña, pero sobre todo las distrae: dvds para mirar, jugar en el patio de casa, tomar unos mates. No quiere transmitirles que todo es un bajón. De hecho, cree importante que puedan conocer otras realidades. Cuenta que una de sus sobrinas se mudó a Ezeiza. Allá la gente anda por la calle, toma mate en la vereda, hasta se olvidan de cerrar las puertas con llave. «Es otro mundo mami, me comentaba la nena de quince”, dice para luego expresar su deseo de que ellas puedan vivir en otro lugar algún día.

 

 

El nombre de la protagonista de esta historia es ficticio para preservar su identidad.

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