03.11.2016
Por
Lo inesperadamente feliz, la felicidad inesperada, esa maldita costumbre que tiene el universo de arruinarte la vida.
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Son alrededor de las 3am. Probablemente, un rato antes. Las luces ya están bajas. La noche ingresa en el último tramo. Después de una tanda y la cortina separadora, P y V toman el micrófono. Anuncian una sorpresa y presentan a L, sentada detrás de ellos frente al piano nuevo comprado hace poco que engalana el pequeño escenario de la milonga. L sonríe, comienza a tocar y, a través de sus dedos, Chopin se hace presente en el sábado-ya-domingo de una calle de Villa Crespo.
No es, muchas veces, lo inesperado desagradable o trágico lo que desorienta, sino su opuesto. Puede ser un éxito profesional, ver la luna llena hermosa y grandota, comer un chocolate nuevo o el encontrarse y perderse en unos ojos que te miran maravillosamente por primera vez. Frente a aquellos que consiguen surfear la ola de la sopresa feliz con naturalidad, abundan (abundamos) los que la miran (miramos) con cierto aire (cuando no es el aire completo) de desconfianza.
Todo un dilema, que lleva a algunos a sobreactuar o sobrerreaccionar, proyectar posibles hipótesis de un devenir futuro y a otros a retraerse, meterse pa dentro hasta que haya mayores pruebas. Desconfiamos de la felicidad y si, encima, esta aparece de golpe y sin aviso, peor aún: le pedimos normas IRAM, seguro contra riesgo, certificado de autenticidad y garantía de que no se acaba mañana.
La felicidad es simple, pero imperfecta. No respeta normas IRAM, nadie te va a vender un seguro, puede durar lo que dura una tanda de cuatro tangos o toda una vida. El certificado de autenticidad, te lo debo. En más de una ocasión la rodeamos de incomunicación y malos entendidos, casi como si quisiéramos testear a ver si se la banca. La felicidade tiene un solo requerimiento, eso sí: estar ahí, todito todito entero, cuando sucede. Nada más. El que especula, el que estrategia, el que se guarda, pierde. Si por exceso o por falta estás a medias, es como abrazar a medias, como tomar la mano del otro sin ganas: no funciona, se desinfla, se pierde la brújula, te desconectás.
Meter la pata y que todo se vaya al demonio es mucho más fácil y pareciera ser hasta tranquilizador; la confirmación de aquella desconfianza “¡Ahá! ¿Viste? ¡Tenía razón!”. Como si fuera la constatación de un plan siniestro para cagarnos la vida y eso nos dejara conformes. ¿La opción a la conspiración del universo en nuestra contra? Estar, escuchar, respirar y entregarse sin hacer preguntas… ahí te quiero ver, mascarita.
Suenan las notas duende de Tristeza, y el polaco Frederic y su romántica melancolía caminan la pista y la noche que se va yendo, susurrando al oído de los bailarines “Olvidate los pasos. Escuchá el cuerpo abrazado a vos como un koala (si, la metáfora del koala es de Chopin), escuchá la música. Sólo eso.”
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