08.12.2016
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En esta nueva edición, Braude pinta la acuarela de una reminiscencia. Al entrar a una determinada casa, imágenes vividas en ese espacio durante otra época se proyectan en su memoria como una película.
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Eran las 20:30 de un viernes por la noche. Llegué a la puerta donde debía tocar el timbre. Mirando la fachada de la casa, reconocí el lugar que había frecuentado durante diez años de mi vida.
En otra vida, filmé fiestas infantiles -entre otras cosas. Lo hice muchos años. La razón de por qué tantos años queda para otra acuarela. La cuestión es que lo hice mucho tiempo. Empecé en VHS – con unas cámaras Panasonic M-8000 o M-9000 que grababan tanto en VHS como S-VHS; editaba la fiesta en cámara (el festejo duraba unas tres horas, y quedaba un video de entre 30 y 50 minutos), y lo entregaba a los padres del homenajeado apenas terminaba el evento.
Yo trabajaba para J, y J solía laburar con un par de salones casi fijos. Uno era de su ex, P. P tenía su espacio en Palermo pero, en determinado momento, pudo expandirse y suma otro salón en Colegiales: un área que es para los salones de fiestas lo que el cerro Uritorco para los avistadores de OVNIS.
Filmé innumerable cantidad de pendejos; la mayoría de los cuales debe andar transitando los veinte pirulos. Vestidos de pancheros o pizzeros, saltando en el castillo inflable que se ubicaba en el patio de la casa si el día estaba lindo o bajo techo si la lluvia o el frío se hacían presentes. Por ahí pasaron abuelos, padres, tíos, primos, amigos. Por ahí pasaron magos, Power Rangers, Barneys. Algunos cumpleañeros brillaban de disfrute con su fiesta; otros parecían padecerla. Cientos, miles de veces, los chicos se enchastraron de la cabeza a los pies comiendo un pancho, o las papas fritas, y ni hablar de la torta devenida en maquillaje facial. Cientos, miles de piñatas estallaron al final de cada cumpleaños para que los nenes, cual palometas del río Paraná, se lanzaran al vacío a por sus caramelos, chocolates y juguetes. Padres y animadores incitaban a la solidaridad entre pares, con suerte diversa. No demoró la cosa en ponerse reiterativa, porque en algún punto era filmar la misma fiesta hasta el infinito y más allá. Así y todo, fue alrededor de una década.
Eran las 20:30 de un viernes por la noche. Llegué a la puerta donde debía tocar el timbre. Mirando la fachada de la casa, reconocí al salón de fiestas. Mucha, muchísima agua corrió bajo el puente desde la última vez que había tocado ese timbre. Me abrieron; entré a lo que ahora es un teatro.
Ese mediodía había estado charlando con una amiga sobre identidades, imaginarios, el fuimos, los devenires, los misterios y la magia de los viajes, los procesos, las transformaciones individuales y colectivas, y la mar en coche. Mientras aguardaba el inicio de la función, no podía evitar pensar en que la peculiar transmutación del espacio iba en paralelo con la mía propia.
Un pendejo imaginario se zambulle en un castillo inflable inexistente, mientras otro a un costado sopla las velitas que ya no están ahí. Parientes y amigos aplauden sin sonido; algún gurrumín entrometido quiere soplar también, se mete en la foto que se disuelve. Dan ingreso a la sala.
Me despido de los fantasmas como quien finalmente decide dar vuelta la página de un libro, y entro.