17.02.2017
PorAsí como Leonardo Da Vinci decía que era posible encontrar formas en las manchas de humedad, en todo es posible encontrar música
El juego consistía en escuchar atentamente e identificar cada uno de los distintos instrumentos presentes. Yo tenía cuatro o cinco años; mi viejo repetía el juego cada vez que subíamos al auto. Beethoven, Mozart, Mahler, Tchaicovsky y otros amenizaban nuestro andar.
Camino; es de noche. Paso por delante del kiosco abierto 24hs. Una pareja rolinga compra un pancho y una coca para compartir. Paso por delante de la gigantesca iglesia evangélica, a estas horas cerrada y custodiada por muchachos de gran porte. Cruzo la calle y veo el café que cada tanto frecuento, iluminado bien brillante y poblado eternamente por comensales que se renuevan sin solución de continuidad. El frente de un banco aloja a dos personas durmiendo en el piso sobre cartones desplegados. Una flaca espera el colectivo a unos metros y los mira cada tanto. Una moto atraviesa la bocacalle con el semáforo en rojo.
En todos lados hay música: en las gomas rodando sobre el pavimento húmedo, en un martillo neumático dándole a lo pavote a una vereda, en los ascensores con su eterno ir y venir, en puertas que se abren y cierran, en los gritos, las risas, los llantos, los murmullos, en los acentos, en las pisadas aisladas o colectivas, en los pájaros, en las hojas de los árboles empujadas por el viento… Música alegre, violenta, triste, sin final aparente.
Bailar es ponerle espacio al tiempo desde un cuerpo escrito por su historia; espacio y tiempo construyen mundos.
Igual pero distinto al juego de mi infancia, ahora voy aprendiendo a encontrar tiempos entre los tiempos, espacios entre los espacios: a ser un cuerpo que es piano, violín, guitarra, bandoneón, armónica, cello, contrabajo, viento, cuerda, percusión, silencio. Un cuerpo que se expande, se contrae, es estira, se compacta, se vuelve colores saturados o gama de grises.
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