La sangre del mártir 3.0

15.10.2017

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En la Nápoles donde Maradona se convirtiera en leyenda y santo urbano, tres veces al año se produce el milagro de la licuefacción de la sangre de San Gennaro. Este año frente a miles de feligreses y cámaras, en una Europa donde crecen las ultraderechas y la xenofobia en general, el Cardenal Sepe aboga por tenderle la mano al pobre y al inmigrante.

 

San Gennaro fue obispo de Benavento. En el siglo IV, se supone cayó víctima de las persecuciones a los cristianos y, decapitado, devino en mártir. Más tarde, su cuerpo fue trasladado a las catacumbas de Nápoles, pero luego le siguieron varios siglos de mudanza periódica de aquí para allá. Finalmente, en el siglo XV, su cuerpo encontró su último reposo bajo la catedral napolitana. Todos los 19 de septiembre, en el día de San Gennaro, la sangre del santo patrono de Nápoles se licuifica nuevamente. El milagro ocurre dos veces más en el transcurso del año: el primer domingo de mayo y el 16 de diciembre.

Martes gris después de una madrugada de diluvio. Se acerca el otoño, y ya por la mañana hay que salir con algo de abrigo. En la Nápoles siglo XXI conviven una economía pujante, mucho viajero, el ejército en las calles como parte del operativo Strade Sicure (en funcionamiento desde 2008), motos que avanzan velozmente por las callecitas de la ciudad (el peatón napolitano tiene desarrollado un sexto sentido que le permite siempre hacerse a un lado antes de ser arrollado por la motito en cuestión), y altares e imágenes varias del Santo Originale (como figura en un afiche) – Maradona – que a 30 años de convertirse en leyenda durante los campeonatos ganados por el Napoli está tan o más presente que Gennaro u otras imágenes reconocidas por la Iglesia – que también tienen sus altares en paredes, callejones y balcones -.

En el Duomo de Napoli, la Catedral Metropolitana, el arzobispo encabeza la misa desde el altar. Un millar de personas, entre fieles y turistas curiosos, siguen sus palabras. A pocos pasos del sacerdote y sus obispos, la sangre de San Gennaro en su ampolla protectora. El Vaticano no reconoce la licuefacción como milagro, pero tampoco se han podido realizar estudios científicos que lo desmientan de manera categórica.

El cardenal Crescenzio Sepe, autoridad eclesiástica napolitana, da un sermón inicial de aproximadamente una hora. Habla del milagro de la sangre del santo, de leerlo en clave religiosa:«No es necesario buscarle la explicación científica, sería quitarlo de contexto», dice. Habla de terrorismo y habla de paz. Sobre la paz, explica que no es algo dado ni es un momento aislado  porque eso sería una tregua, no la paz. «La paz se construye todos los días».

 

El ritual litúrgico es una gran puesta en escena. Hay texto, hay actores, hay interacción con el público, hay dirección de arte, hay olores, colores, un escenario y una platea. En esta era, también hay cámaras, muchas, grandes y pequeñas, redes sociales, canales de televisión y usuarios amateur. El teatro es una ceremonia y la ceremonia también es teatro. Más tarde, mientras escribo estas líneas, pienso que la transformación es posible tanto en la iglesia como en la sala teatral en esos instantes que compartimos espacio con otros. El detalle está en que la ceremonia del altar viene representándose – con modificaciones, coherencias y contradicciones brutales entre discurso y práctica – desde hace dos mil años.

Al interior del Duomo la ceremonia avanza, con pantallas de diversos tamaños ubicadas a lo largo y a lo ancho de las tres naves transmitiendo en vivo las acciones. Llega el momento del canto y, cuando el coro y luego los feligreses hacen sonar sus voces, fuera de la catedral las nubes se hacen a un lado. El sol penetra por ventanales y vitreauxs ubicados en altura, rebotando suavemente pero con fuerza en los dorados del altar, las paredes y los techos, tiñendo y cubriéndolo todo a su paso. Coro y fieles alzan sus voces, cubiertos por la nueva luz y por el aroma del incienso que el cardenal Sepe utiliza durante la misa.

Si uno recorre el espacio con la mirada, se encuentra con algún llanto emocionado, miradas de niños que pueden ir del aburrimiento a la fascinación (alguno, ni una ni otra; están dormidos), miradas atentas de adultos (miles de ellos) que escuchan concentrados cada palabra. Los turistas, fácilmente identificables, fotografían casi sin respirar todo lo que pueda parecer interesante a su paso.




 

 

El arzobispo de Nápoles recuerda que es una época para tender la mano: al pobre, al inmigrante -en un momento de creciente xenofobia en Europa y de choque cultural con inmigrantes y refugiados provenientes sobre todo de África y Medio Oriente-, al mendigo. Sepe insta a que todos giren en derredor y le den la mano a sus pares y así un hombre y dos mujeres me dan la mano y me desean buenos augurios.

Ha llegado el momento y Sepe muestra frente a los presentes cómo nuevamente se ha consagrado el milagro de la licuefacción, luego de lo cual camina el trayecto hacia la puerta de la catedral, para liderar la última oración con aquellos presentes en el atrio y que no han podido entrar a la iglesia. Una avalancha de celulares de todas marcas y orígenes registra obsesivamente, los cuerpos se apiñándose unos contra otros para poder tener grabada en el dispositivo la imagen congelada o en movimiento de todo el camino.

Ya en el exterior soleado, Sepe pronuncia la oración de clausura. Al finalizar, por los parlantes del interior del Duomo suena la voz del cardenal, que cierra con un “¡Viva San Gennaro!”, respondido con un estruendo de miles de voces que hacen vibrar las paredes tanto dentro como fuera del recinto. Sepe reingresa en la catedral y para una parte del público comienza la desconcentración.

El epílogo es lento, con las autoridades de a poco retirándose hacia otro sector de la catedral – los turistas también dejan el edificio -. No hay más celulares ni cámaras a la vista, sólo los fieles haciendo una larga y desordenada fila para poder recibir la bendición de la sangre del santo. La ceremonia ha concluido, aunque nunca concluya del todo.

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