Hubiera preferido no votar

22.07.2015

Hace veinte años que voto. Soy de esas personas que ejercen su derecho y deber civil con alegría, como una práctica democrática valiosa que nos obliga a involucrarnos como sujetos activos en nuestra sociedad.

Por primera vez en dos décadas, me costó ir a votar. Incluso consideré seriamente cometer la infracción de no presentarme a dar mi escrutinio.

Este texto es una nota de opinión. O acaso una crónica sobre la experiencia de las recientes elecciones porteñas y la implementación del flamante voto electrónico. También es un intento de reflexión sobre las variadas discusiones y posteos en redes sociales.

Leo y releo, comparo, pienso, me refuto y reafirmo.

Hay una certeza. La tecnología ha influenciado al electorado, con estrategias de comunicación personalizadas, campañas participativas y una forma democrática de transmitir -incluso viralizar- la información.

También el debate pareciera volverse más democrático. Al alcance de todos hay opiniones personales, bajadas de línea, discusiones sobre las estrategias a seguir, lo que se tendría que haber hecho, los consejos para anular el voto y  las consecuencias legales de cada acción que se hubiera podido tomar.

¿Votar o no votar? Esa fue la cuestión

 

Un abanico de posibilidades pasaron por mi cabeza en las semanas anteriores al 19 de julio. La posibilidad de votar en blanco -cosa que nunca he hecho, que no es de mi agrado, que se contradice con mis convicciones políticas. La opción de votar al candidato opositor que era el que menos me desagradaba. Incluso cometer infracción por no votar, esta idea se me presentó como la única salida para no aplastar el agradable estado de excitación que las elecciones suelen causarme.

Un centro de votación. Foto: Pucheronews

Estaba dispuesta a no presentarme al sufragio y pagar la multa que oscila entre los 50 y 500 pesos -suma no menor.

 En una nota de Infojus, leí que la infracción podría traer además inconvenientes en trámites legales. Esta información me la confirmaron dos amigos y, como estoy en plena tramitación de un nuevo DNI por cambio de domicilio, me resigné a tener que ir a votar con desgano y sin convicción.

En medio de este paisaje desolador, me alivió la gran cantidad de debates abiertos sobre el balotaje en tertulias y redes sociales. No era la única desconcertada.

Después de leer diversos artículos, conversar con amigos, colegas, actores políticos, decidí que impugnar era mi segunda alternativa. De ese modo, podía manifestar mi descontento sin beneficiar al candidato oficialista de la ciudad, ni darle mi voto al contrincante.

Cual adolescente, llevé una birome escondida en la manga de mi tapado y dibujé un garabato mientras disimulaba doblar el cartón.

Envidié a los mayores de 70 que podían elegir no ir a votar y a los que viajaron 501 kilómetros para zafar del domingo de balotaje. Admiré a quienes impugnaron su voto simplemente doblando la boleta electrónica sin marcar delante de todos los fiscales y presidente de mesa, haciendo del voto secreto un voto cantado sin mosquear. Entendí a aquellos votantes que sufragaron por Lousteau y respeté a los que decidieron votar en blanco. Pero sobre todo, me sentí identificada con ese porcentaje del electorado que sentíamos que ir a votar  no era un opción.

 

 

Quiero volver al cuarto oscuro

 

El 5 de julio en las elecciones primarias de la ciudad de Buenos Aires, se estrenó el voto electrónico. A pesar de algunas predicciones sobre el entorpecimiento que causaría, sobre todo en gente mayor, el sufragio se dio de manera fluida y con gran aceptación del nuevo sistema.

La boleta electrónica también resistió los ataques sobre la vulnerabilidad del sistema implementado.

Cuando llegué a la mesa 1093 de una escuela del barrio de Once, lo más chocante del nuevo sistema de escrutinio para mí fue ver que compartía el espacio no sólo con otra mesa sino también con dos “cajas bobas” para votar.

Mi sorpresa en realidad fue disgusto. Me incomodó que el acto privado de votar se tuviera que realizar a la vista de otros.

Es muy fácil observar lo que hace el votante, si ingresa o no la boleta en la máquina, si hace un movimiento raro, si saca un celular, si se queda pensativo sin saber a quién elegir. No sé… ¿qué pasaría si uno quisiera romper ese cartón que es la síntesis del mayor poder que uno tiene como ciudadano –siendo quizás ese el único instante en el que verdaderamente lo podemos ejercer?

Ya en las primarias abiertas, simultáneas y obligatoria (PASO), el cuarto oscuro se había convertido en un simple biombo. Azul de un lado y del otro un plástico con bolsillos donde se encontraban las boletas. Pero ese biombo aún proveía un espacio íntimo, fuera del alcance de la mirada del otro.

Recuerdo la primera vez que voté. Era la década del neoliberalismo avasallador, estaba decidida a impugnar. Me habían informado que toda mochila o bolso debía dejarse fuera del cuarto oscuro, llevaba en un bolsillo un billete de dos pesos partido al medio con alguna consigna escrita que no viene a mi memoria en este instante.

Máquina para la Boleta Única Electrónica. Foto: Pucheronews

Recuerdo bien la mezcla de adrenalina y alegría que me causó ese espacio tan privado, donde uno podía sacarse un moco, pegar un chicle, robar boletas, cortarlas, hacer ta-te-ti, escribir sobre las caras y nombres de los candidatos.

La boleta electrónica -como llama el gobierno PRO de la ciudad de Buenos Aires al nuevo sistema de sufragio- pareciera ajustarse muy bien a la idea del sistema panóptico. Todo un cuarto para una maquinita puede ser demasiado. Pero al menos un biombo de plástico que nos brindara ese privilegio ocasional y único de suma privacidad que era el cuarto oscuro.

 

¿Y ahora qué?

Rescato de estas elecciones la posibilidad de discutir entre amigos, en las redes sociales, algunos medios de comunicación y otros espacios virtuales –que hoy son tan válidos como influyentes. Que haya gente que diga barbaridades, roce la falta de respeto, o insulte a quienes piensan diferente, me resultan manifestaciones que afirman la democracia y la libertad de expresión en un contexto mundial en el que países como España tienen la Ley de Seguridad Ciudadana (o mejor denominada Ley Mordaza) y Argentina –un país severamente polarizado y cuya división se ve exacerbada por medios de comunicación y tendencias políticas- empieza a considerar un proyecto contra comentarios en internet.

También tengo una mezcla de curiosidad e incertidumbre por lo que sucederá en las PASO nacionales el próximo agosto.

Las reflexiones del sociólogo Pablo Alabarces publicadas en su Facebook a lo largo de estas semanas pusieron en perspectiva las particularidades de pensar las elecciones locales y sus diferencias con las presidenciales.  “Creo que hay errores a veces burdos de análisis político: por ejemplo, más allá de las repercusiones nacionales, ésta era una elección local. Para ponerlo fácil, sojeras y mineras no pesaban tanto como argumento, pero sí la situación de las escuelas o los centros culturales o el transporte o las plazas. Un balotaje local no acepta el mismo argumento que un balotaje nacional…” escribió en respuesta a otro post de su autoría que generó más de mil “likes” y varias controversias.

Si bien hay diferencias como marca Alabarces, los resultados de las elecciones presidenciales parecieran ser obvios así como la falta de representación para un sector de la población en caso de llegar al balotaje -tal como sucedió en las recientes elecciones porteñas.

Para concluir, quisiera mencionar que si llegamos a balotaje presidencial, los porteños habremos votado seis veces en un año. Un desgaste de recursos y un hecho que me produce hastío. En estas elecciones, por primera vez en veinte años, preferiría no votar.

 

Ilustración: Fulana Who

 

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