21.10.2015
Desde el retorno de la democracia, está a punto de concretarse el traspaso de bastón presidencial más significativo. En una primera mirada la clausura del kirchnerismo está alejada del epílogo alfonsinista y el desenlace de la Alianza, situaciones históricas atrapadas en un estado de conmoción interna que arroja aún hoy sobre nuestras retinas imágenes punzantes. Las de 1989 y 2001 fueron transiciones trágicas. Cuando Cristina Fernández deje el sillón presidencial a su sucesor, el estado de sitio, la represión callejera, los piquetes y las cacerolas esta vez no serán la cortina musical que acompañe al recambio de cabeza del Poder Ejecutivo. Lo que subyace en esta oportunidad podría no ser menos silencioso, al menos desde el plano simbólico.
Diciembre de 2001 no sólo significó la consumación de un coctel sombrío que estuvo en gestación durante las décadas precedentes. La crisis económica, política y social más aguda de nuestra historia moderna se materializó de manera descarnada.
Casi como una provocación de la historia el próximo Presidente de la Nación será, indefectiblemente, una resultante tardía de los años 90, época que muchos creyeron sepultar al grito del que se vayan todos, inmortalizado a principios de siglo. En 2003 Néstor Kirchner entendió que había que responder, luego del gobierno de transición de Eduardo Duhalde (en cierta forma también eyectado de Balcarce 50), con una urgente readaptación de la agenda ciudadana que, todavía con la calle ocupada, reclamaba un cambio de paradigma, un nuevo contrato entre representados y representantes.
Escenas de la calle en 2001. Foto: Google Images
p>En ese marco irrumpió el kirchnerismo, sofisticada máquina de acumulación de poder real y simbólico que marcó la puesta en escena de una experiencia histórica repleta de audacias como de contradicciones insalvables y límites de distinta naturaleza.
Al asumir, Kirchner reconoció que lo hacía con más desocupados que votos. Pero su armado aun habiendo nacido débil concluye, al cabo de doce años, dominando la centralidad de la escena política. Quedará para futuros ejercicios analizar los factores que confluyeron para transformar una experiencia política incipiente, de bajísima intensidad y legitimidad, en un capítulo contradictorio pero igualmente innovador y transgresor en aristas antaño impensadas.
Daniel Scioli o Mauricio Macri calzados con la banda presidencial entregan cuanto menos una fotografía complicada para la memoria de un país que transita (no avanza) por la senda de la historia en lógica pendular, postergando así mejoras de fondo y sin atacar carencias estructurales, lagunas por las que no se navegó y representan los desafíos de un proyecto que pudo ser y siempre se quedó a mitad de camino. Diferencia sustancial entre acto y potencia.
Aun habiendo atravesado la llamada década ganada, por el ciclo de crecimiento económico sostenido más pujante de nuestra historia nacional, al marcharse de la Casa Rosada el kirchnerismo no logró satisfacer las demandas de sectores postergados, ya que no sólo desatendió a grandes franjas del mismo sino que terminó de consolidarlo e incluso lo institucionalizó. Allí donde el Estado no llegó, su lugar fue ocupado por alquimias y estructuras paralelas, que transformaron a muchos territorios de nuestro extenso país en verdaderas unidades donde convive el subdesarrollo en sus distintas expresiones.
Foto Google Images
p>No menos provocadora, siempre con la mirada puesta en la crisis de principios de siglo, es la imagen de un progresismo diezmado que incluso sumado a las fuerzas de la izquierda tradicional, apenas si rozará los dos dígitos en la crucial jornada del 25 de octubre.
¿Scioli y Macri son la derecha? En ese caso, ¿el kirchnerismo, por oposición, es/era la izquierda? Como sea, el inminente cuadro electoral nos estará mostrando, de mínima, un corrimiento del electorado hacia posiciones más nítidamente conservadoras.
La definición está próxima: el domingo que viene o, a más tardar, el 22 de noviembre. Cualquier estudio de opinión confiable anticipa un final abierto entre Daniel Scioli, candidato ungido por el kirchnerismo, y Mauricio Macri, cabeza de un frente electoral donde se amalgama un “partido nuevo”, post-2001, con sectores del peronismo residual y el ala conservadora de lo que sobrevivió de la UCR.
Observar a uno de ellos sentado sobre el Sillón de Rivadavia no hace más que incitarnos a un replanteo sobre las esquirlas de aquel traumático estallido que antecedió, como época histórica, al arribo de Néstor Kirchner a la Casa Rosada.
Foto: Google Images
p>¿Encarnan Scioli y Macri el “fracaso” del em>que se vayan todos, /em>leída esta consigna como sintetizadora de la crisis de representación abierta en 2001? El ahora llamado “voto útil” / “voto estratégico” acaso sea el rostro sin velos de la salud de nuestra democracia, cuyas lealtades, sentimientos, partidos políticos en sentido clásico, e ideologías tienden a licuarse en la jungla de la em>telepolítica/em>, donde la imagen reemplaza al contenido.
La llegada de esta nueva transición demuestra en muchos aspectos lo frágil de nuestro sistema político. Pero fundamentalmente lo impreciso que se torna el porvenir.
Hace algunos días, desde Santa Cruz, cuna del kirchnerismo, la Presidenta de la Nación escoltada por Daniel Scioli lanzó: “Esta transformación no se va a detener porque Daniel va a ser Presidente”. Y completó: “Hemos hecho cosas que nunca nadie pensó que íbamos a poder hacer”.
A pocos centímetros de la primera mandataria Scioli pareció encontrarse ante el desafío más grande de su carrera política. De ser, eventualmente, un Presidente “buitre”, de “transición”, “hijo del neoliberalismo” devino, para las mismas voces, en el Presidente garante de la “transformación”. Quizás ni él mismo pensó que el kirchnerismo fuese capaz de semejante picardía. Como decíamos al comienzo, las transiciones pueden ser una tragedia. Pero también una farsa.